Si la vida del cardenal Despuig (Palma, 1745 - Luca, Italia, 1813) transcurrió en medio de innumerables vicisitudes, los días previos a su muerte, de la que mañana se cumplen doscientos años, los vivió entre «tribulaciones y desgracias», como escribió Jaime Salvá en el libro El cardenal Despuig .
Deportado a Francia en 1807 por Napoleón, donde «vive modestamente» y «con una salud precaria», según recoge Salvá, Antonio Despuig i Dameto, hijo del conde de Montenegro, consiguió un permiso para viajar a la ciudad italiana de Luca a tomar las aguas, lugar «donde tantas veces había encontrado remedio a sus dolencias». Allí murió el 2 de mayo de 1813.
En su testamento, el cardenal había dejado dispuesto que su corazón se guardara en una urna de cristal y se entregara a sus familiares de Mallorca. Pero este último acto de su voluntad no pudo cumplirse hasta 1817, cuando entonces «se presentó en Luca el sacerdote Miquel Fiol, mallorquín, enviado por el conde de Montenegro para reclamar la urna», que le fue entregada.
En la biografía del cardenal destacan sus facetas de coleccionista de arte, mecenas y arqueólogo, pues en sus posesiones italianas llevó a cabo excavaciones.
Su gustó por lo clásico, propio de la época, le llevó a crear una amplia colección de escultura antigua y de lápidas funerarias y honoríficas, muchas procedentes de las citadas excavaciones y otras que adquirió para crear un museo en su finca de Raixa, piezas que hoy se exponen hoy en el Castell de Bellver.
Precisamente, en 2011, como adelantó este diario, las expertas Manuela Domínguez y Antònia Soler estudiaron por primera vez de «modo científico» las esculturas y el lapidario, respectivamente, revalorizándolos.