EMILI GENÉ
Los piropos no cesaron a lo largo de la noche («guapo», «eres el más grande», «estás buenísimo» y cosas así), lo cual, en boca de mujeres y dirigidos a un hombre que no cesa de proclamar su triple fidelidad, es índice incontestable de la admiración que despierta. Como si no hubiesen pasado los años, o en todo caso como si hubiesen servido para mejorar el producto. Manolo Escobar siempre ha tendido al clasicismo, honrado y formal como se ha mostrado desde joven, pero ahora es una auténtica institución.
El cantante, que actuó el pasado sábado en el Auditòrium de Palma, sigue igual de enhiesto y elegante, aunque el aumento del hieratismo en el paso le da un porte todavía más autoritario. Hijo, esposo y padre único y por tanto más ejemplar, se presenta como el dandy de la copla que es. Sin despeinarse, porque su pasión está encauzada por el autocontrol. Y por una cordialidad como la exhibida esta noche, que lo hace especialmente cercano, ajeno a los dogmas que uno podría suponer en su ideario: por ejemplo, ha reivindicado el respeto hacia cualquier forma de familia, con el mismo paternalismo con que hace décadas desaprobaba que las mujeres fuesen a los toros con minifalda.
Impecablemente vestido, se dejó querer por un público incondicional que invadió la sala y se dejó biografiar en vivo por un showman que hace las veces de presentador, comentarista y hagiógrafo y que me pareció amanerado en exceso, como si el contrapunto informal y divertido que debe representar se les hubiese desequilibrado.