Ayer de madrugada murió en Zarauz el gran escultor vasco Jorge Oteiza, considerado por los críticos más exigentes de nuestro país y de Europa como el artista más fiel y más representativo en la búsqueda del espacio en relación a las obras que él realizaba.
A Jorge Oteiza se le definía como un hombre malhumorado, duro, enemigo de marchands, enemigo de críticos y de técnicos del arte moderno. Su independencia era admirable: despreciaba olímpicamente todo lo que se relacionaba con el mercantilismo del arte. No necesitaba de nadie para que su obra escultórica fuera admirada y catalogada como una de las más importantes del siglo XX, y muy especialmente por los nuevos horizontes artísticos que representa.
Conocí a Jorge Oteiza gracias a los buenos oficios de mi querido amigo José Bergareche, vicepresidente y consejero delegado del Grupo Correo. Nos citó en su piso, en Casa Vergarenea, un pequeño inmueble de 80 metros, en un enorme edificio que según me aseguraron era de protección oficial. Lo mejor era una magnífica vista sobre la playa de Zarauz. Oteiza había hecho preparar un espléndido aperitivo compuesto de cigalas, gambas y otros ricos frutos del mar, todo ello acompañado por champagne y el magnífico vino vasco txakolí. Estaba ufano, alegre y satisfecho con nuestra visita.
Yo me preguntaba cómo el anciano agradabilísimo que veía podía ser considerado como un ogro malhumorado y quisquilloso. Cuando le hablé del futuro Museo de Arte Moderno y Contemporáneo del Puig de Sant Pere de Palma, al mismo tiempo que le enseñaba fotografías y planos del centro, el hombre quedó maravillado, y sin pensárselo dos veces dijo: «Me gustaría estar presente en este Museo, ¿os puedo regalar una obra mía?» Nuestra sorpresa y alegría fue total, y más aún porque antes de la entrevista me habían informado de que el maestro acababa de firmar un contrato con la conocida firma Marlborough, que proyectaba su lanzamiento en Estados Unidos con una serie de grandes exposiciones en las principales ciudades. Después de una pequeña pausa, Oteiza señaló: «Como ves, en esta pequeña habitación hay miles de bocetos, escojamos uno que sea del agrado de todos». Es lo que hicimos después de seleccionar tres o cuatro obras. Seguidamente llamó a la fundición Alfa-Arte para ponerse de acuerdo para la realización de la obra destinada al Museo de Palma.
Cerca de un mes después volví a verle para entrar en detalles de la escultura. En esta ocasión el gran artista se encontraba enfermo, y daba la impresión de que no habían transcurrido treinta días desde nuestro último encuentro, sino bastantes años. Pero todavía estaba animoso, simpático e interesado por su obra palmesana. Le visité, en esta ocasión, en compañía del arquitecto Luis García-Ruiz y de mi hijo Miquel. Cuando nos despedíamos, le preguntó a mi hijo: «¿Y tú quién eres, a qué te dedicas?», a lo que Miquel le contestó: «Soy periodista». Oteiza lo miró con ojos maliciosos para decirle: «¡Qué bonito. Qué hermosa profesión! Pero ¿sabes? ¡No me gustan nada los periodistas! Nada, nada, nada». Y lanzó una carcajada jovial a la que todos acompañamos.
Supongo que estos días se hablará y escribirá mucho sobre el arte genial de Oteiza. Ayer mismo la ministra de Educación, Pilar del Castillo, le dedicaba en el Senado grandes elogios hasta el punto de afirmar que, junto a Chillida, era el mejor escultor español de todos los tiempos.
Lo que quisiera resaltar de forma clara es la cualidad que a mí más me ha llamado la atención del gran artista: su sinceridad, su constante juego de hombre ogro, su deseo de decir siempre las verdades al lucero del alba. Muchas pruebas hay de estas afirmaciones en las numerosas publicaciones sobre el artista, pero existe una que es el mejor ejemplo de mis argumentos. Se trata del «Libro de los plagios», escrito por el propio Oteiza. La primera parte se titula «Indeseable introducido como subdirector en el centro de Arte Reina Sofía», con un subtítulo que dice: «Y de cómo Kosme Barañano es devuelto a Eduardo Chillida por el Ministerio de Cultura». Creo que con estos enunciados no falta añadir nada más. La segunda parte la titula: «Formas de apoyarse en obra ajena, documentación gráfica. Apéndice logístico». En esta segunda parte se pueden apreciar las influencias que Henry Moore, Eduardo Chillida e Ibarrola han tenido de Oteiza, que él no define como inspiración sino, llanamente, como plagio. Sí, éste es el gran Oteiza que lo dice todo tal como se lo piensa, que no teme a quien o a quienes puedan perjudicarle, porque para él lo más importante es la verdad y muy especialmente la gran verdad de su arte, que queda perfectamente reflejada en unas declaraciones que realizó en el diario «Deia», acusando a Moneo de plagio en las rocas varadas que colocó en el Kursaal de San Sebastián. En el mismo libro donde se reproducen sus declaraciones acerca de Moneo está escrito de su puño y letra: «Vaya inocentada, hijos de puta».
Sí, ha muerto un gran artista, un gran escultor, un hombre sincero con la verdad siempre por delante. En Palma nos podremos sentir orgullosos de tener una importante obra suya.
*Presidente-editor del Grup Serra.