La cosa empezó con 20 minutos de retraso y la complicidad del público, que en ningún momento dio muestras de impacientarse; más bien, había un cierto consenso en que se trataba de una cita a ciegas que tenía la ventaja de contar con un bar pegadito al lugar del encuentro, construido en una geografía acogedora porque permite a los asistentes a la fiesta desdoblarse en espectadores: las normas de etiqueta son relajadas, como la arquitectura e incluso la temperatura, y permiten los viajes al servicio, intercambiar los asientos si no están todos ocupados como sucedió en esta última cita valldemossina, cuchichear con el vecino, sorber un trago al ritmo de la melodía de turno.
La cosa empezó, pues, porque hubo un cierto acuerdo en dejar de explorar el cielo nublado en busca de alguna lágrima perdida de San Lorenzo o en seguir esperando al tópico amigo que siempre llega tarde, y empezó una fiesta bonita, delicada en las formas, de geometría simple y directa (Pino de blanco en el centro de seis músicos de negro) que sólo tuvo el inconveniente de que el público asistente no era en su mayoría de origen napolitano. Aunque tampoco mostró su desconcierto, ni siquiera cuando el cantante dejó claro que no iba a facilitar la cosa, con minimalistas traducciones tautológicas del estilo San Michelle» quiere decir «San Michelle». Cada uno a lo suyo, los músicos a unas tarantelas recitadas como un mántram hipnótico, y los espectadores a disfrutar de una velada tranquila que tuvo su colofón en la larga tertulia a media voz, abierta apenas el último músico bajó el último escalón, sin tiempo para un bis.