Envuelto por un aura de imbatibilidad sobre la arena de París, Rafael Nadal se quedó esta vez a medio camino. El rey de la Tierra claudicó ante un Djokovic atómico y tuvo que aplazar la conquista de su decimocuarto Roland Garros.
Nadal fue el de casi siempre. Épico y a ratos indestructible, pero esta vez fue su adversario quien subió un peldaño, elevó el nivel de su tenis y se atrevió a desalojar al mallorquín de su playa privada.
La función resultó memorable. Una final que llegó antes de lo previsto y que merece archivarse junto a las mejores cintas de la última década.
Sin duda, no le destila aroma a campeón (es claro favorito ante Tsitsipas), pero también sería un error tremendo enterrar al tenista de Manacor antes de tiempo. Nadal volverá. Siempre lo hace.