Te levantas. Desayunas. Lees la prensa. Recoges a los niños. Preparas el kit de supervivencia, el bocata, la bufanda y al final metes hasta el termo en la mochila. Y te mentalizas para sufrir. Para morderte las uñas. Para vibrar. Saltar. Abrazar al del asiento de al lado. Acordarse del árbol genealógico del asistente de turno. Festejar un penalti señalado... y lamentar después el fallo de uno de tus ídolos. Gritar un gol como nunca... y poner cara de tonto porque varios minutos después el árbitro lo anula porque un tipo que está en la sala del VAR ha visto mano (o sobaco en español castizo) en un rebote. Pero la hinchada no desespera.
Porque ve a un japonés de Kawasaki (18 añitos) con cara de niño que quiebra y encara con descaro. Y a un colombiano de Pereira (20 años) que va como una moto. Sin ahorrar ni un gramo de esfuerzo en ninguna carrera. Y un brasileño con pasaporte griego que acaba de llegar y que tiene (al menos lo parece) buen pie. Mientras la gente de la calle está disfrutando de una buena sobremesa, más de 12.000 mallorquinistas tienen el estómago revuelto. Ha pasado ya una hora, pero la superioridad no se refleja en el marcador. La ansiedad crece. Asoman los fantasmas. Pero Moreno no quiere que bajen los decibelios. Ni la fe. Ni la ilusión. Aprieta los dientes en el banquillo, aplaude, corrige...
De repente, Leonardo coge el pincel para dibujar un arco perfecto. Cucho se lanza con todo y en plancha. Pacheco rechaza y el mundo se para. Apenas transcurre un segundo, pero se hace eterno. El balón queda suelto, Budi amaga con ir, pero Cucho se hace enorme para golpear con rabia y contagiar su histeria (justificada) a un Son Moix entregado...
Este es el manual del mallorquinismo. Que demostró (una vez más) que valió la pena retrasar la paella y que se puede vivir en el alambre con una sonrisa. l