Dentro de poco, el estadio de Riazor será uno de los puntos de referencia del mallorquinismo. Allí culminó el cuadro insular el milagro de la permanencia y allí también puso fin a una hemorragia que estaba a punto de desangrarle. Por primera vez en mucho tiempo, los de Cúper evitaron un tropiezo cantado en un arrebato de orgullo y ocultaron un montón de defectos después de recuperar sus oxidadas virtudes. Más que el punto conseguido, el Mallorca debe celebrar que ha recompuesto su autoestima gracias a un partido tan extraño como fructífero (2-2).
Los baleares dibujaron un primer tiempo infame, nefasto. Al Deportivo le bastó con incorporarse lentamente al partido para anotar dos tantos que parecían definitivos y para dejar a su oponente temblando y a las puertas de una nueva desgracia. Valerón y Tristán colocaron al equipo bajo la guillotina, pero no supieron rematar la faena y lo acabaron pagando. Los bermellones despidieron el primer tiempo con la sensación de que la caída era inevitable y que lo único que había ya en juego era el honor de evitar una goleada.
Y es que después de lo visto en la primera mitad, todo hacía prever que el Deportivo iba a conseguir su victoria más cómoda de todo el torneo. Pero lo que casi nadie imaginaba es que los equipos iban a pactar un intercambio de papeles durante el descanso que modificó radicalmente el panorama del choque. Quizá fuera la apatía de los gallegos o tal vez la cuperina que a buen seguro se produjo entre acto y acto en el vestuario visitante, pero el Mallorca afrontó el segundo tiempo con un aspecto desconocido.