En plena efervescencia de la «Nadalmanía», Rafael Nadal va a disfrutar sólo de una semana para atrincherarse en una pista de hierba, cambiar su estilo de juego y tratar de convertir al rey de la tierra en un especialista sobre césped. Lo va a tener que hacer a velocidad de vértigo porque en su agenda hay demasiadas notas. Tiene que descansar física y mentalmente. Tiene que curar su mano izquierda. Tiene que acostumbrarse a la nueva velocidad del juego. Tiene que golpear la pelota a la altura de la cintura, incluso por debajo. Tiene que ser más agresivo y acercarse más a la red.
Tiene que perfeccionar su saque cortado. Y tiene que esperar el sorteo de Wimbledon. Nunca se ha preocupado en exceso de la suerte que le depara el bombo porque tiene claro que para ser el mejor hay que ganar a todos los jugadores, pero en un torneo de hierba es importante evitar a los grandes sacadores en las primeras rondas. El sueño de Rafael Nadal es poder repetir las hazañas de Bjorn Borg, que ganaba en Roland Garros y en Wimbledon, aunque dice que este año su único objetivo es aprender.
Lo que se ha desatado con el fenómeno Rafael Nadal es algo impresionante. En el circuito ATP no se recuerda una irrupción tan fuerte como la del mallorquín. Ni siquiera Andre Agassi había levantado una expectación similar cuando disfrutaba de sus mejores momentos. El tenista balear se ha ganado el corazón de todo el mundo. Los medios de comunicación de todos los países hablan de él. A los periodistas se los ha ganado con una educación exquisita, poco habitual en deportistas de élite. A los chicos les encantaría imitarle en las pistas. Y a las chicas les ha enamorado su físico y su vestimenta.