Hay empresarios a los que no les basta con salir una vez al año a explicar a sus accionistas los resultados de la compañía. Quieren fama y el fútbol, el deporte más popular en el mundo, se está convirtiendo en el atajo más rápido para alcanzarla. El último «intruso» en llegar al exclusivo mundo futbolístico de los empresarios-presidentes se llama Roman Abramovich, de 34 años, propietario del Chelsea inglés desde hace diez días (pagó 37'5 millones de euros por el 50'09 por ciento de las acciones), dueño de un patrimonio multimillonario gracias al petróleo y el aluminio. La revista «Forbes», que todos los años elabora la lista de los más ricos, sitúa a Abramovich en el segundo puesto de los rusos millonarios, y el 49 del mundo, con una fortuna superior a los 2.800 millones de euros.
El objetivo declarado de Abramovich es formar un equipo que «pueda competir en pie de igualdad con el Real Madrid y el Manchester United», nada menos. El italiano Silvio Berlusconi también tuvo el mismo sueño y no sólo compró el Milán en 1986, sino que aprovechó la fama que le dio llevar al equipo a lo más alto para entrar en política y lograr la presidencia del Gobierno en dos ocasiones (1994 y 2001).
El francés Bernard Tapie coincidió con Berlusconi en las tres facetas: empresario, dueño de un club (el Olympique) y político (diputado socialista, consejero de Mitterrand y ministro), pero su suerte fue bien distinta.