A medida que se aproximaba el momento del inicio del partido, la tranquilidad se apoderaba de las calles de Palma y el tráfico descendía de un modo inversamente proporcional al trasiego de aficionados que tomaban posiciones en los bares, peñas y domicilios particulares, procurándose una buena panorámica para no perder detalle de la gran final. Con el balón ya en juego, tras el pitido de Iturralde González, la ciudad se vestía con su imagen más atípica y deseada por traseúntes y conductores. La utopía hecha, por fin, realidad.
Los relojes se pararon en el corazón de Ciutat y sólo el zumbido de un ciclomotor de reparto de pizza o algún conductor rezagado, a la carrera por ganar, a ser posible antes del primer gol, la butaca, la cerveza y los panchitos, devolvía al paseante ocasional a la realidad, rescatándole de una soledad y de un entorno parecidos a los que envolvieron a Charlton Heston en «El último hombre vivo» después de la III Guerra Mundial.
Afortunadamente, en este caso la contienda se libraba únicamente a golpe de balón a 400 kilómetros de nuestras costas sin más riesgo que el de perder el apetito, el buen humor y las ganas de celebraciones en caso de ver al rival levantando el premio de la noche. Lo cierto es que Palma fue ayer un paraíso para quienes reniegan del balompié o, sencillamente, no simpatizaban con ninguno de los aspirantes al título. La final de Copa les brindaba una oportunidad de única para salir a pasear, ir al cine, tomarse un refresco al aire libre o recorrer los pasillos de los hipermercados sin el riesgo de arrollar o ser arrollado por el carrito de algún cliente absorto en las ofertas del día.