Hay lugares en los que el balompié es algo más que un deporte. No es una forma de vida, es una expresión de la identidad propia de un pueblo, y por consiguiente de una institución. Ese sello define a la perfección a la Real Sociedad. A la vera de La Concha se han escrito algunas de las páginas más completas del fútbol español de los 80. En su momento, Atocha engendró escuadras de hemeroteca, pero la mudanza a Anoeta significó el encumbramiento del ariete en su máxima expresión.
Meho Kodro sentó cátedra en su momento y a bien seguro que el bosnio añora tardes de gloria en Donosti. Lo de Jankauskas fue pasajero. Precisamente, esa nostalgia fue la que devolvió a Darko Kovacevic al escenario en que presentó su repertorio al mundo. El talonario y la solera de la Juventus han pasado a un segundo plano. La niebla de Dell'Alpi no dejó ver al mejor Kovacevic, que decidió dejar plantada a una Vecchia Signora huérfana de su último gran ídolo, Zidane.
El objetivo de salvar a una Real mal acostumbrada desde la marcha del yugoslavo enterneció el corazón de un delantero balcánico por los cuatro costados. Su contudencia y calidad han dado alas al equipo y permiten soñar con un nuevo milagro. Tres goles y una bocanada de aire fresco a un vestuario conformista bajo la era Toshack es su aportación hasta el momento. Sin duda, el mejor traspaso ha acabado siendo la inversión más acertada.