Ayer algo más de diez mil espectadores tuvieron la oportunidad de contemplar en directo lo que es un suicidio colectivo. Un grupo de futbolistas, dirigidos por un técnico desconcertado, fueron salvajemente humillados por un equipo, el Sevilla, que machacó y pisoteó a un Mallorca que sigue empeñado en perder la categoría y que dentro de nada estará en Segunda División como no medie un milagro más o menos inmediato.
Lo peor que puede ocurrir a un equipo que juega a improvisar es encajar un gol nada más salir del vestuario o de entregar la placa de turno a Samuel Eto'o. Ayer ocurrió esto y fue en el minuto dos de partido. Entre la falta de velocidad de Miquel Soler y la lentitud de Siviero, Moises se benefició de tantas facilidades y aprovechó un rechace de Roa para avanzar a su equipo. A partir de ese momento la historia es tétrica. Hasta el primer tiempo el mejor fue Roa y el resto de sus compañeros se convirtieron en una comparsa de jugadores sin patrón, sin esquema y cuya labor de grupo, de equipo, es pura coincidencia. Mientras tanto Roa volvía a ejercer de estrella mundial y tuvo que detener en el minuto 7, 18, 21 y 34 los disparos protagonizados por Fredi, Oliveira, Casquero y, de nuevo Oliveira.
La segunda parte empezó como acabó la primera. Oliveira, nada más empezar, envió un balón al larguero y el miedo se convirtió en pánico. Era el minuto uno. Sesenta segundos después otra vez Oliveira se encargaba de marcar el segundo del Sevilla al aprovechar una asistencia perfecta entre los centrales y batir sin problemas a Roa. Este gol rompía al Mallorca por la mitad, el público se giraba al palco y empezaba a gritar y a abuchear. No era para menos pero todavía en esos momentos ignoraba el escándalo que iban a ver sus ojos poco después.
El Mallorca siguió navegando y el Sevilla continuaba buscando otro gol. Llegaron hasta dos más. Uno de Moisés y otro de Casquero que terminaron por colocar el cero a cuatro en el marcador.