El Real Mallorca ha llegado al extremo de que tiene tanta necesidad de puntuar que cuando esto sucede lo demás casi no importa, pero es una consecuencia de que el estadio esté semidesierto jornada tras jornada. Ayer se ganó, hoy se analizará cómo se ganó, pero mañana eso ya no importará, sólo importará la clasificación. En Son Moix se ha empezado a convivir con la monotonía, con el fútbol oscuro, totalmente exento de brillantez y pendiente en todo momento de un golpe de suerte.
Ayer el Tenerife exhibió sus carencias, que son muchas, pero se alió con lo único que funciona que es Iván Ania. El Mallorca, por no saber, no sabía ni qué era lo único que le funcionaba. Los de Pepe Mel comprobaron, hasta en tres ocasiones, que su punto de mira está desviado pero avisar, avisaron. Los de Kresic lo itentaban sin éxito a pelota parada. Hasta Eto'o, a puerta vacía, cabeceó fuera cuando lo más sencillo era meterla dentro. A todo esto, el colegiado Rodríguez Santiago castigó como penalti un piscinazo olímpico de Albert Luque. A eso se le llama engañar al árbitro. Samuel Eto'o no falló y adelantó a los locales. Con esta mínima ventaja se llegó al término de la primera parte.
En la reanudación la historia no sufrió un cambio radical. La pelota la tenía el Tenerife y el Mallorca limitaba su papel a intentar jugar a la contra y aprovechar la desesperación del equipo rival. Pero este aborto de partido guardaba una emoción poco predecible, porque siempre es poco predecible que un defensa marque. En una contra, Eto'o se mete por la derecha, firma un buen pase de la muerte y la pelota, después de mil rebotes entre tres mil piernas, toma el camino soñado, ese mismo camino que casi nunca llega a coger la maldita bola cuando estás solo ante el portero. Pero ayer eso sucedió y la justicia tendió la mano a Miquel Soler. Estaba en el lugar preciso en el momento justo. Empujó la pelota y marcó el segundo. Dos a cero y partido cerrado. Lo mejor, sin duda, la victoria, lo peor, que aquí se sigue dudando.