Para alguien ajeno a un mundo que precipita las canas, genera arritmia y mutila ilusiones, Francisco Olmos Hernández (Valencia, 1971) sería carné de psiquiatra, un claro ejemplo de esquizofrenia que se declara en la pubertad. Es imprescindible abrir la puerta con sigilo y observar durante un espacio de tiempo prudencial para llegar a entender a un ganador compulsivo que nunca aprenderá a perder. Arrogante y competitivo por naturaleza, Olmos no podría vivir nunca en una isla desierta, entre otras cosas porque en la soledad no se puede competir ni tampoco eternizar fracasos, una singular receta con la que este tipo forjado en una casa grande "Pamesa Valencia" se vitupera y flagela con una dureza extrema en busca de superación.
Acostumbrado a pisar vestuarios y manejar la pizarra algo antes de aprender a afeitarse "empezó a entrenar a los 13 años de edad", Paco Olmos oculta una llamativa amalgama de confesor y líder. Su equipo es sagrado, un coto privado que defiende con instinto animal. No otorga licencia alguna y sólo él puede fustigar o repartir elogios. Ofrece todo, pero tampoco suele conceder terceras oportunidades porque en su manual el que traiciona o falla al grupo no merece ni el más mínimo respeto. Pero si la derrota proyecta a un tipo al que le gusta meterse plomo en los bolsillos para hundirse hasta tocar fondo, el éxito ofrece sin disimulo alguno a un Olmos acomodado en un pedestal, junto a los dioses. No hay término medio: enorme o pequeño, nunca mediano. Blanco o negro, nunca gris.
Adicto a la nicotina que inyectan los cigarrillos que consume en cantidades industriales y amante de cualquier vino envejecido en La Rioja, este valenciano que disgustó a su familia abandonando sus estudios de medicina para jurar amor eterno al baloncesto, ofrece su rostro más vulnerable en las horas previas a cualquier partido. Nunca come; un matinal y solitario café con leche es suficiente para aguardar con tensión supina el partido de turno. Encerrado casi siempre en su habitación, consume las horas previas vaciando alguna cajetilla de rubio americano y visionado vídeos y más vídeos del rival. La improvisación no tiene cabida en su libreto y nada, absolutamente nada, va a sorprenderle. Cualquier detalle tiene importancia, incluso el color de los zapatos que lleva el utillero del equipo contrario y la marca del traje del otro entrenador. Castigados por sesiones y más sesiones de televisión, sus ojos siempre delatan miedo y seguridad, mucha fe y mucho temor. Nunca existe un punto intermedio.