La Eurocopa se aproxima a su fin y para la hinchada española ha de tener un claro protagonista. Luis Enrique Martínez, el seleccionador nacional, ha tirado de estilo propio y de fe en sus conceptos para presentarnos a una amplia nómina de jóvenes talentos llamados a recuperar el esplendor de hace una década. Si la Roja se proclama campeona probablemente sea salvando un último escollo que no es baladí y que engrandecerá su gesta. La ventaja inglesa, que para algunos adultera la competición y pone en bandeja de plata el primer título continental al conjunto que dirige Gareth Southgate, crea agravios y se antoja como una chapuza innecesaria.
Se anunció como una Eurocopa de todos, una Eurocopa de once sedes. El sueño de Platini se ha revelado como un verdadero mal sueño para las aficiones. Las variadas exigencias de PCR y cuarentenas para los visitantes que arribaron a cada país durante la competición han propiciado que muy pocos aficionados viajen para ver a su equipo. No está mal, si lo que enfocamos es que los datos epidemiológicos no se desmadren.
Pero deportivamente la UEFA se la ha pegado en esta Eurocopa. El fútbol no es nada sin su público, y el órgano directivo europeo ha hecho un flaco favor tanto a las federaciones nacionales como a las respectivas selecciones. Que Inglaterra pueda disputar hasta seis de siete partidos en casa y sin apenas público rival constituye un ingrediente a tener en cuenta.
La afición es el jugador número doce, dicen, y tal y como mandan las autoridades británicas solo los españoles residentes en Reino Unido pueden asistir a la grada de Wembley a animar a los futbolistas ante Italia. Lo mismo para los italianos. La competición para descubrir quién tiene más inmigrantes en Londres está servida. Ahora bien. ¿Se imaginan el ambiente de la segunda semifinal, con una tribuna repleta de ingleses y apenas ningún danés? ¿Se imaginan que sucederá si finalmente Inglaterra sale victoriosa del cruce y disputa su primera final de Eurocopa en un estadio cerrado casi en exclusiva a sus gargantas?