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CRÓNICAS DESDE MARRUECOS

Los retratos del dolor

Ultima Hora visita varias aldeas, donde el paisaje es desolador: casas destrozadas y familias desesperadas que no quieren abandonar un hogar que ya no existe

Yakoub Ibrahim Kabbor, Fathima, Omaisa y Omar Kabbor. | Angie Ramón

| Marruecos | |

Cada seis horas, hay un pequeño movimiento sísmico en la aldea de Jorf, en el Alto Atlas de Marruecos. La situación se repite casi a diario, aunque ahora llevan dos días que el suelo no ruge. Las casas que todavía se mantienen apenas están habitadas. Son usadas principalmente para cocinar. La mayoría de habitantes se han instalado en patios de vecinos o en los suyos propios. Hay quienes se las apañan para dormir entre matorrales o entre los escombros, como Ouadadni Lhssen, nacido en 1971. «No quiero dejar mi casa porque aquí tengo mi vaca», lo dice mientras la señala. Es el único que cuida de ella desde que ocurrió el terremoto y se llevó por delante parte de su hogar.

La población resiste con la poca ayuda humanitaria que llega. Es una de las decenas de aldeas abandonadas por el Gobierno marroquí. Entre las dificultades, está la carretera, casi inaccesible a no ser que se utilicen coches todoterreno.

Toda la familia de Ouadadni está bien: su mujer, Latifa; y sus cuatro hijos. Pero decidieron trasladarse a la casa de los abuelos, dos calles más arriba. Ouadadni se ha montado un espacio para dormir, para así cuidar de lo poco que queda en su patio interior, ordeñar la vaca y abastecer con la leche a su familia. Su mirada es un claro indicador de que el seísmo no ha destrozado solo la casa, también la economía en su casa. Latifa dice que tiene miedo y que «preferimos vivir en una chabola antes que aquí dentro». Su hijo mayor tiene 16 años y la más pequeña, seis.

Ibrahim Dryakobi, en la azotea. Foto: Anass Barnizhou

A pocos metros de esta dirección, en el humilde habitáculo de Ibrahim Dryakobi, de 60 años, apenas quedan cosas, solo grietas descontroladas, polvo y soledad. Tras el terremoto, su mujer huyó. Le abandonó. El motivo era por miedo. Se fue a refugiarse con sus padres. A Ibrahim le urge tener una de las 150 tiendas de madera que ha donado la fundación mallorquina EuroÁfrica: «Les pedí que de las primeras tiendas acabadas una fuera para mí porque si no, no recuperaré a mi mujer», comenta.

Acompañamos a Ibrahim al interior de su hogar, hecho de adobe. En la habitación hay un colchón repleto de pintura caída del techo. La mugre tapa el color azul. «Aquí ya no duerme nadie», dice. Él contabiliza al menos un movimiento en la tierra casi a diario. Los tiene controlados. Lo que parece la cocina es una habitación a oscuras con una pequeña mesa (sin patas) en el centro. Hay algunas latas tiradas por los rincones y varios utensilios alrededor.

Nos dice que subamos a la azotea para ver desde arriba todo lo que se llevó el terremoto. En ese momento, Ibrahim pone cara de desolación. Esta era su casa desde hacía muchos años y ya no le queda nada.

Momento del terremoto

La familia compuesta por Yakoub Ibrahim Kabbor, Omar Kabbor, Fathim y la pequeña Omaisa, de 3 años, recorre con tristeza lo que ha quedado de su casa familiar, más grande que las de los vecinos; cuenta con una segunda planta. Esta vivienda está hecha de cemento por lo que resistió más el seísmo. «Mi hermano y yo estábamos sentados en una de las habitaciones cuando sentimos la tierra moverse mucho. Salimos corriendo y por suerte no nos ha pasado nada. Lo único es que yo me torcí el tobillo», dice Omar mientras enseña su herida.

Oudadni, ante los escombros. Foto: Angie Ramón

La madre de ambos, Fathima, no deja de rezar día y noche. Ha sido un golpe duro para esta familia, que ha tenido que dividirse en hogares de otros familiares. A nivel económico, no saben cómo saldrán de esta.

Los vecinos se reúnen por la noche en un descampado, lo más parecido a una plaza. Allí, la Fundación EuroÁfrica y la Asociación Koulna Maak preparan para los niños una pantalla para que todos juntos vean una película. Después, recibirán juguetes donados. Este fue, posiblemente, un momento de felicidad para todos. En la aldea de Jorf, hay mujeres que van vestidas de blanco. Es un símbolo que representa a la mujer viuda, una forma de recordar a sus maridos, fallecidos por el seísmo del pasado 8 de septiembre. Las asociaciones no contabilizan muchas víctimas, pero sí heridos que requieren asistencia médica.

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