En Gigi’s reciben a sus clientes con una declaración de principios a la que son fieles: «Preparamos platos al momento con mucho amor. Hacemos slow food». Ubicado a poca distancia del mercado del Olivar, Gigi, romano de ascendientes rusos, y su mujer Jackie, anglo-andaluza, montaron hace unos años este ‘piccolo ristorante’ de comida italiana al que la cuidada preparación, trato acogedor y razonable coste, han convertido en lugar de peregrinación para una clientela habitual que disfruta con los excelentes platos que elabora el cocinero.
A mediodía, lo llenan comensales de oficinas y negocios cercanos, y por la tarde recalan otros atraídos por el boca a boca y el buen eco en las redes sociales, donde los propietarios son bastante activos, agradeciendo comentarios favorables y, si es el caso, saliendo al paso, elegantemente, de alguno impropio.
El lugar es reducido de tamaño (media docena de mesas en su interior y tres en la terraza), austero en su decoración, pero irradia buen ambiente a lo que, sin duda, contribuye la cercanía de sus propietarios. Nada más sentarte, te ofrecen un aperitivo de estupenda mortadella de Bolonia con panini, perfecto para pasar la espera antes de que cuenten lo que tienen ese día fuera de su carta, que aporta periódicamente alguna sorpresa.
Incluye bastantes platos atractivos como sus tártares de aguacate, atún o ternera, o el suave y sabroso vitello tonatto, pero lo que me resultó más interesante fueron sus pastas. Gigi maneja bien las tradicionales, como puttanesca, amatriciana y olio e peperoncino, y en esta casa se acierta siempre eligiendo sus buenos spaghetti alla carbonara, los espléndidos pappardelle de tartufo nero –perfectamente al dente–, o los tagliatelle con funghi porcini, muy melosos y que tan bien acompañan cualquier tipo de pasta, y estaban también magníficos los spaghetti con abundante frutti di mare que nos preparó.
Pero es en la pasta rellena y en las salsas acompañantes donde reside, para mi gusto, el principal aliciente de sus platos. Me parecieron deliciosos los ravioli de capra e fichi –queso de cabra e higos– y los de spinacci e ricotta –espinacas y requesón–, y fueron notablemente alabados por mis acompañantes los de vieiras y gambas aliñados con un ligero velo de tomate. El cocinero se permite de vez en cuando propuestas que rozan la heterodoxia, como en los ravioli de foie y pera que proponía como especial el día en que almorzamos. Ninguno de los platos de pasta sobrepasa los 14€.
Muy bien conseguidos los postres, de elaboración propia y llamativa presentación, especialmente la panacotta alla grappa y el pastel de queso con cerezas y fresas cortadas en trocitos.
Aceptable su carta de vinos, la mayoría italianos, con algunos pinot grigios y nero d’Avola, y en la que sobresalía un Barolo Palladino. Entre los españoles, alguno poco frecuente, como un Finca Rio Negro, excelente vino de pago cultivado en una finca a mil metros de altitud en Cogolludo, Guadalajara, y a un precio espléndido (24€).
Por cierto, que es de agradecer el esfuerzo didáctico que nos dedicaron cuando les comentamos que los cacio e pepe nos había resultado algo más salados de lo que esperábamos, y que nos justificaron explicándonos que probablemente fuera debido al queso pecorino romano que utilizan, que es algo más salado, en vez del parmigiano al que estamos más acostumbrados en España.
Estupendo ‘piccolo ristorante’ artesanal para los amantes de la buena pasta, con acogedor ambiente y de donde siempre se sale con ganas de regresar. Una dirección a tener en cuenta.