«Hola, soy la chica que se lanzó desde el puente de la vía de cintura», se oyó nada más descolgar el teléfono en la redacción de Ultima Hora. Se heló el ambiente. Martina, nombre ficticio, tenía muy claro que quería compartir su testimonio, a pesar de la dureza del mismo, con intención de visibilizar, una vez más, la importancia de comprender y respetar a los pacientes de salud mental. Ella, con 33 años de edad, lucha contra los intentos de autolesionarse desde hace «demasiado», dice. Está agotada aunque no ha perdido las ganas de hacer que su mensaje pueda enriquecer o incluso iluminar la oscuridad de otras muchas personas. Al menos quiere intentarlo.
Martina empezó una batalla contra la anorexia de niña, a los doce años. En su adolescencia, se tornó aún más difícil y la llevó a la bulimia más extrema. A un sufrimiento casi insoportable que requirió de psiquiatras y tratamientos que ha mantenido, reenganchado y vuelto a probar en innumerables ocasiones. «No podía más», cuenta con una sinceridad descarnada.
Aquel día, el 7 de junio, Martina llegó a un límite. «Sentía que nadie me comprendía, que no formaba parte de mi familia. Aún estando con ellos, no siento que pertenezca a ese lugar. Entendí que nunca tendría eso», explica desde la habitación de Son Espases en la que se encuentra ingresada. Es consciente de la dificultad que tiene el entorno de lidiar contra algo tan duro, complejo y delicado como las tendencias suicidas. No les culpa, pero no puede comprender porque la sociedad no logra hacer más por pacientes como ella. «Hay personas que hablan y te faltan al respeto, les oyes decir ‘esta es la psiquiátrica’, incluso a sanitarios; falta mucha formación y más visibilización. La salud física y la salud mental son lo mismo. Una está en el cuerpo y la otra en cerebro, son igual de importantes y merecen el mismo respeto», manifiesta con contundencia. Aunque todo en ella parece frágil, sobre todo, tras precipitarse desde el puente que rige sobre la Ma-20. «No lo pensé. No buscaba atención. No di vueltas. Llegué, dejé la mochila en el suelo y me tiré».
El jueves, se sometió a una operación para tratar de salvar su brazo que duró varias horas. Le introdujeron una placa y tres clavos en el hombro; además de seguir recuperándose de la rotura de siete vértebras, el sacro, la pelvis, el codo, el hombro y un colapso pulmonar que tuvo lugar cuando se precipitó al suelo. «Tuvieron que intubarme y pasé doce días en la UCI», recuerda. Algo que para ella no es nuevo. En el último año, hasta seis veces han llegado a ingresarla en el centro. «Me conocen», dice con una sonrisa a medias.
Es agradable, expresiva, inteligente y ha trabajado con todo tipo de personas, también con colectivos vulnerables. «Me gusta ayudar, eso me llena», afirma. Tiene a los suyos cerca pero no siente que le aporten el tipo de comprensión que requiere ella en su situación. Y eso le duele. Se le acelera la voz cuando trata de explicar por qué lo hizo: «No te hablo de un sufrimiento de uno o dos días, te hablo de un sufrimiento de veinte años. Cuando te cansas de todo, de tener marcas en el cuerpo, de los ingresos, de llorar todos los días, de no encontrar una salida, de que nada te aporte felicidad, cuando te das cuenta de que haces sufrir a los demás, llega un momento en el que no quieres más», relata con las lágrimas a punto de ganarle la batalla.
La conversación no es fácil. Trato de escuchar y preguntar sin dar pasos en falso y a la vez, de mantener una conversación real con alguien que lo dice todo sin disfraces: «No vale la pena intentar suicidarte. Terminas sufriendo más. No solucionas nada. Empeoras la vida. Intenta encontrar otra solución, sea como sea», finaliza. Se me queda grabado lo que escribió en su brazo cuando se precipitó al asfalto: «La salud mental tiene que ser escuchada».