El fenómeno pasa desapercibido hasta que uno cae en la cuenta y se queda perplejo. A mí me sucedió en los lavabos del aeropuerto de Palma. ¿Qué botón he de apretar para valorar si están limpios? Y entonces pensé ¿debemos juzgar incluso a los trabajadores de la limpieza de unos urinarios públicos? Y es que cada vez nos acostumbramos más a puntuar la calidad de los servicios que recibimos, como si los responsables que no están a pie de obra necesitaran saber qué opinamos. Nos piden nuestro nivel de satisfacción en el hotel, en la clínica, el banco, la tienda del teléfono, la aseguradora, el taller... Todos quieren saber cómo nos ha ido. Bueno, todos, todos, no. En los organismos públicos no nos piden nada, nuestra «experiencia» no interesa.
La encuesta, en todo caso, la deben realizar los funcionarios entre ellos mismos. Por ejemplo, en Manacor, por lo que leímos la semana pasada en este periódico: ¿A qué viene a quejarse ese tal Forteza si tardamos tres años y tres meses en responder a su petición de licencia de obra? Y en otras oficinas similares, y de toda España: ¿Cómo es posible que ese tal Fulano se haya presentado aquí sin pedir cita? ¿Por qué nos pone esa cara el tal Menganito si solo hace dos años que espera sentencia? ¿Qué tipo de paciente es ese Zutano por quejarse de las listas de espera? Y así. Hay que hacerse funcionario y olvidarse de trabajar en lugares como los inodoros de Son Sant Joan, donde cualquiera que entre puede darte un capón si eres tú el que tienes la obligación de limpiar lo que depositan esos 160.000 viajeros que van y vienen cada día de todas las partes del mundo.