Cuando yo era joven, despreocupado y perito agrónomo, combatí numerosas plagas del naranjo, de los viñedos, de frutales, del escarabajo de la patata o de procesionaria, y aunque a veces controlé temporalmente y en pequeños espacios algunas muy agresivas (mosca blanca de los cítricos, piojo rojo, tristeza del naranjo), desde luego no erradiqué ninguna. Pequeñas victorias efímeras, porque la persistencia de las plagas, como vimos hace poco con el coronavirus y vemos diariamente con los fascismos renacidos, es una ley de la naturaleza además de un castigo de Dios, que ya se sabe cómo es. Hay que joderse.
Esta enseñanza me habría sido muy útil de ser yo político o psicólogo, pero no siendo el caso, sólo me complicó la vida. En lugar de inolvidables veranos en la playa descubriendo las bellezas del mundo y el amor de las muchachas, yo me pasaba el cálido estío (ya eran tórridos, sí) rodeado de las siete plagas de Egipto, que según el Éxodo eran diez, lo que también me inhabilitó para ser un escritor de autoficciones emotivas. Por falta de biografía. Esas siete o diez plagas, por cierto, salvo un par de ellas tales la oscuridad y la conversión del agua en sangre (igual que ahora en Gaza) de origen claramente divino, tampoco son gran cosa. Ranas, piojos, moscas, langostas, peste del ganado… Nada comparable a la polilla de la vid o la filoxera. Dios también aprendió mucho desde entonces.
Yo sólo combatía plagas, con esfuerzo pero sin ninguna esperanza. Por dinero, en fin. Hasta que el éxito mundial en los años 60 del libro Primavera silenciosa de la bióloga marina Rachel Carson, que inventó el ecologismo, nos hizo comprender que en efecto, a veces los remedios son peores que las enfermedades. Que hay que combatir las plagas, divinas o no, pero según y cómo y hasta cierto punto. Evidencia esta última que aún no han comprendido nuestros dirigentes, y que de rebote generó la peor plaga contemporánea. Cada momento tiene sus plagas, y ahora tenemos la de líderes locos decididos a erradicar lo que consideran plagas, sean palestinos, inmigrantes o ucranianos. Ah, ésa sí que es una plaga persistente, mucho peor que el poll roig, esa feroz cochinilla que jodió mi juventud.