Asfixiados sobre el pavimento

| Palma |

En Baleares, ya no hace calor; nos asfixiamos. El sol no solo brilla; castiga. Y mientras los termómetros se derriten como figuritas de cera en una verbena de agosto, las excavadoras siguen su danza amarilla sacrificando pinos, algarrobos y encinas como si fueran malas hierbas. Porque al parecer, en esta tierra de turismo y contradicciones, cortar un árbol es mucho más sencillo que encontrar sombra en Palma al mediodía.

Frente a este fenómeno que llaman calentamiento global, pese a la cruda evidencia que rechazan los negacionistas, los gobiernos continúan sin imponer medidas que urgen e impactan directamente sobre el planeta y las personas. Y las empresas siguen con su funcionamiento egoísta para crecer a toda costa. Se empieza a hablar de pobreza energética, incrementan las muertes por golpes de calor, se alteran los ciclos vitales de animales, crecen los incendios y otros desastres naturales, nos quedamos sin masa forestal…

Las normativas –esas criaturas caprichosas que un día protegen y al siguiente permiten– parecen redactadas por quien nunca ha caminado por una calle sin árboles en julio. Bajo la etiqueta del ‘progreso’, se arrasa a golpe de ladrillo, cementando parques y zonas grises eufemísticamente llamadas verdes, permitiendo la construcción en suelo rústico, vaciando montaña para ingresar por las licencias de ricos europeos con casoplones como plazas de toros y levantando nuevos bloques de pisos donde no cabe ni una jardinera con albahaca. Eso sí, los planos prometen zonas verdes, como si un parterre raquítico pudiera reemplazar a un olivo centenario.

La incoherencia normativa no es solo un problema técnico; es un síntoma cultural. Aquí se exige licencia para poner una sombrilla en la playa, pero se permite arrasar una pinada entera si el promotor lleva corbata y presupuesto. Aquí se celebra el Día del Medio Ambiente mientras se tramitan permisos para seguir jugando al Monopoly y la expansión inmobiliaria.

Hemos convertido las islas en una plancha. El asfalto hierve, el aire se espesa y, sin embargo, seguimos tratando los árboles como si fueran mobiliario prescindible. Ironías del urbanismo: despreciamos el oxígeno y la sombra para tener dónde aparcar el coche que nos lleva al centro comercial con aire acondicionado.

El relato oficial se blinda con palabras como «recalificación», «crecimiento» o «optimización del espacio urbano». Pero la realidad es que cada árbol talado es un grado más en la frente, una gota menos de lluvia, un ave menos cantando al amanecer. Cada árbol que cae es una promesa rota con el futuro, y una puñalada al presente que ya suda demasiado.

La legislación europea sobre Naturaleza marca como objetivo rehabilitar el 30 % de tierras y mares para 2030. Sería más sensato no destruir para no tener que restaurar. Pero claro, eso implicaría poner límites al hormigón y priorizar árboles sobre beneficios. Y eso, en esta sociedad de incoherencias, suena casi revolucionario.

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