Todos sabemos, por las películas de Hollywood, que en el sistema penal estadounidense hasta el propio acusado declara bajo juramento, mediante aquel rito tan genuinamente gringo que comienza con el «levante la mano derecha» y culmina con «la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad».
Convengamos también que en España el perjurio no tiene hoy el mismo reproche moral que en algunos países de raíz protestante, pero tampoco el que se nos inculcaba en la educación de hace unas décadas en casa y en la escuela, mediante fábulas de Samaniego y temor a las penas del infierno, mayormente.
Se entiende, pues, que, en nuestro actual enjuiciamiento criminal, el investigado y el acusado formalmente no tengan obligación alguna de decir la verdad, en aras a preservar su sacrosanto derecho de defensa. Pero una cosa es estar eximido de autoinculparse o de declarar contra sí mismo, o incluso de decir la verdad y toda la verdad, y otra es el haber convertido el embuste en un derecho constitucional, como de facto ha acabado sucediendo. En política, es hasta un deporte con miles de practicantes.
La fantasmagórica comparecencia de Francina Armengol ante una comisión del Senado el pasado martes puso de manifiesto que, entre los dirigentes del PSOE, mentir se está convirtiendo no ya en un derecho, sino casi en una obligación. Es tal el cúmulo de trolas que tienen que articular e hilvanar para intentar dar un cierto sesgo de coherencia a su relato y al de su jefe –el embustero mayor del Reino– que acaban construyendo una genuina rondaia, aunque sean inmensamente más creíbles –y más divertidas– las de Mossèn Alcover.
Además, parece que la pléyade socialista tiene verdaderos problemas con sus teléfonos móviles, porque cuando los cambian se les pierden todos los mensajes, especialmente los cruzados con chorizos de todo pelaje. En lugar de cursos sobre nuevas masculinidades, en el PSOE deberían impartir uno sobre rudimentos del uso de smartphones. Hasta los abuelos y boomers más analógicos sabemos que al cambiar de dispositivo no tiene por qué perderse un solo dato. Y, si eres tan torpe, en la tienda de la esquina (de cualquier esquina) te lo hacen gratis. Pero se ve que la presidenta del Congreso no tiene quien la auxilie en estos menesteres.
Armengol miente, y lo hace con descaro, pero con aquella cara de quien no ha roto jamás un plato que tan bien sabe impostar, especialmente cuando dice que no nos ha mentido y que no conoce a Víctor de Aldama o al empresario José Ruz, aunque haya tenido tratos con ambos.
Ciertamente, en castellano clásico existe una acepción del verbo conocer –la sexta– que significa copular, fornicar, yacer y otros sinónimos aún más vulgares. Si acaso a eso se refiriera nuestra presidenta y expresidenta, entonces la creo a pies juntillas y podría deducir, por tanto, que no nos ha mentido.
Pero, la verdad, opino que Francina no tiene por qué darnos detalles –siquiera por omisión– de su vida privada, y, en todo caso, dudo que hiciera esta clase de confidencias íntimas en el Senado, de manera que descarto que se estuviera refiriendo a eso.
Armengol tiene todo el derecho del mundo a mentir para no autoinculparse en nada sucio o inmoral. A lo que no tiene derecho es a creer que somos todos gilipollas.