Vaya semanita la que ha tenido Pedro Sánchez. Primero en la cumbre de la OTAN, defendiendo la soberanía del país y rechazando el incremento del 5 % en atención a los recortes en prestaciones y servicios sociales que tal subida supondría; no entró, como algunos desearíamos, en argumentar que las actuales políticas de rearme se basan en que es el propio lobo el que grita que viene el lobo, pero fue edificante ver a un Trump emberrinchado al que seguro tuvieron que darle medio kilo de Lorazepam para que bajara del techo. Segundo, su intervención en el Consejo Europeo, donde afirmó que era más que evidente que Israel está conculcando –en las dos acepciones de la palabra– los derechos humanos en Palestina; habló de genocidio, palabra tabú para los emperejilados lacayos de EEUU que conforman el Consejo, y pidió, con un par, la suspensión del acuerdo de asociación con Israel.
Otro medio kilo de Lorazapam para Netanyahu, que no tardará en poner el grito en su cielo sionista. Y, por último, el aval del Constitucional a la ley de amnistía. Aquí, reparto a paladas del Lorazepam entre los del PP y un Felipe González que amenaza –qué susto– con no votar a su partido. Salvo que haya bebido de la poción mágica, podemos explicarnos este radicalismo moderado de Sánchez por varios motivos, alguno incluso torticero, pero el hecho es que en el panorama europeo e internacional nos estamos convirtiendo en una de las pocas aldeas galas donde aún anidan políticas progresistas. A ver cuánto dura.