Sí, Sirat, con algún pero

| Palma |

El buen cine vuelve a sacarnos del tablero. Nos sitúa en un brete porque ante el dolor de la vida y su representación en vivo y en directo, acabamos eligiendo la realidad a la ficción. Gran paradoja que sigue costándome asimilar. Podemos comernos guerras, genocidios, en directo, con cuerpos amputados, quemados, niños y ancianos descuartizados, madres hechas un ovillo de dolor abrazadas a la mortaja de su hijo, y no podemos aceptar que un director de cine nos coloque en el abismo. Estoy hablando, sí yo también, de Oliver Laxe y su película Sirat.

Ha transcurrido una semana desde que me metí en la sala de cine para que me propinaran un gancho de belleza que me dejó muda, perpleja, descolocada, llorosa. Con todas mis heridas al pairo.

Como un gran amor, no me la podía quitar de la cabeza. Anduve aturdida unos días hasta que me regresé a tierra. Al contemplar mis pisadas –hay muchas huellas en Sirat, rastros polvorientos, efímeros, soplos de aire, arena infinita como la de las clepsidras que sirven para contar ese tiempo espejismo– me asumí náufraga porque soy hija de este siglo XXI que nos está conduciendo a parecida búsqueda a la del protagonista de la película.

La pérdida de su hija es la excusa para dar pie a las heridas que todo ser humano lleva en su historia antigua, y que Oliver Laxe recupera como hijo y nieto de campesinos, emigrados, de los que salen al camino para toparse con un dios que no da respuestas. Si en O que arde eran la madre y la tierra quienes salvan al perseguido, en Sirat no hay asidero más allá de un altavoz en el que meter la cabeza para que giren sus partículas elementales en una danza cósmica. Por supuesto con ayuda de drogas. Los ravers, los poseídos por la música electrónica, el último consuelo en tierra sin mañana.

Algún amigo tengo que se ha sentido magullado por el seísmo que produce la película. ¿Qué pensábamos que atravesar ese puente para llegar al paraíso era gratis, inocuo? Alcanzar el Lugar –para los creyentes– o el No lugar –para los existencialistas– es un camino lleno de minas. Preguntáselo a tus padres, o a tus abuelos, españoles fragmentados de la Guerra Civil, mírale a los ojos a los africanos que cada día llegan a las costas de Balears, sí también aquí, que pierden la vida, que han atravesado ese desierto de humillación, de violación y de violencia extrema, o busca esa luz de tristeza en las pupilas de quien no tiene nada, una limpiadora de habitación de hotel, molida de agacharse y hacer camas, o de ese universitario que ha perdido la fe porque está en el paro tras años de esfuerzo, o tan mal pagado que no le alcanza para liquidar arriendos de vergüenza. ¡Eso sí que son misiles en la línea de flotación de estas democracias primer mundo, este Occidente, altanero y sumiso. ¡Ay qué ver!

Mi único pero a Oliver Laxe y a su Sirat es que retrata a los desclasados de Occidente y lo hace en el escenario de Marruecos, una de las patrias de los expulsados. El blanco es el prota. ¿Denuncia de colonialista?

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