Me ocurrió con un taxista mallorquín, durante un trayecto cualquiera. En tono amable, me explicó que en su casa siempre habían hablado mallorquín. Él, su mujer y sus hijas. Entonces añadió, casi como si fuese un acto reflejo: «Ahora bien, yo siempre les he dicho: si alguien te habla en castellano, contéstale en castellano. Si te habla en inglés, en inglés. Hay que adaptarse.»
No respondí nada. En mi cabeza se encendió una idea: ya estamos. Esa frase, ese consejo transmitido con naturalidad de padres a hijos, no es solo una anécdota: es un reflejo profundo del carácter mallorquín. Una disposición casi automática a ceder, a evitar el conflicto, a no incomodar. Una cortesía que, con el tiempo, ha mutado en renuncia. El mallorquín, como lengua, sobrevive en hogares como el de ese taxista, donde el idioma se conserva, pero no se defiende. No se usa si existe la sospecha de que el otro no lo entenderá o no lo aceptará. Es un idioma que se acoge en privado y se abandona en público. ¿Y qué puede sobrevivir así?
Esta actitud de adaptación constante, que podría parecer una forma de tolerancia o de respeto hacia el otro, encierra una historia de sumisión. Mallorca ha sido históricamente una tierra conquistada, dirigida desde fuera, obligada a adoptar leyes, lenguas y culturas ajenas. Ante esa imposición prolongada, muchos han respondido resignándose. Una falsa cortesía que con los años se ha transformado en una incapacidad colectiva para decir: hasta aquí. El problema no es que los mallorquines hablen castellano o inglés, sino que, frente a una situación desigual, eligen siempre el camino del mínimo conflicto. Es una actitud que enseña a los propios hijos que su lengua no tiene valor suficiente como para presentarla al mundo. Hay que ceder ante la lengua del cliente, del turista, del poder.
Generación tras generación, se va perdiendo algo que no es solo lingüístico: es identitario. Una lengua no se muere solo cuando deja de hablarse; se muere también cuando quienes la hablan deciden que no merece ser defendida. Ese gesto de responder siempre en la lengua del otro –aunque sea por cortesía– acaba enseñando que lo propio estorba. Cuando una comunidad empieza a ver lo suyo como un estorbo, la desaparición ya no es cuestión de política, sino de tiempo.
Efectivamente, el mallorquín ha sobrevivido muchas generaciones, ejerciendo la adaptación y el respeto. Si está en riesgo es por la sustitución que pretende la política. No se enseña en los colegios, no se usa en la Administración, y se categoriza como sub-sub-dialecto de la neolengua que ha desembarcado para dividir, combatir, polemizar e imponer, actitudes muy poco mallorquinas. En el mallorquín está nuestra identidad, y por eso estorba tanto a los dos centralismos peninsulares, bien compatibles entre sí a costa nuestra.