Dediqué buena parte de mi vida a la enseñanza. No me atrevo a mostrarme orgulloso de mis dotes profesorales, evitándome así una avalancha de comentarios de antiguos alumnos demostrando la falta de argumentos para sostener mi autocomplacencia. Pero sí que no pongo reparos en recordar yo –ni en que me recuerden a mí–, la última de mis clases de cada una de las materias principales que yo he impartido en mi vida: el periodismo, la didáctica de la religión y la filosofía. En la última clase de periodismo aprovechaba la ocasión para una precisión: cuando hagan una entrevista a alguien, procuren dar el protagonismo al entrevistado, ahórrense el protagonismo del entrevistador.
En la última clase de religión decía: durante el curso he hablado de Dios, procurando hablar bien de él, pero no olviden que quien les ha hablado es un hombre, solo un hombre; no piensen acceder a Dios mediante mis explicaciones, mejor será, para conectar con él, que vayan hacia a él en sus propios zapatos.
En la última de filosofía me expresaba así: si dentro de algunos años no recuerdan una tesis filosófica ni siquiera el nombre de quien la sostuvo, paciencia, pero nunca dejen de tener la actitud que el nombre de la asignatura indica: filo-sophia, amor al saber, gustando así de conjugar constantemente en su vida estos cuatro verbos: reflexionar, distinguir, contextualizar y argumentar.