Las imágenes que llegan no son de una distopía ni un tráiler de ciencia ficción. Son crudas. Reales. Letales. Tel Aviv —corazón de una nación fundada sobre la promesa de seguridad para un pueblo perseguido— arde bajo el fuego de misiles iraníes. Son proyectiles de precisión quirúrgica, pero de devastación total. Donde antes llovían palabras y diplomacia a media voz, hoy caen cuerpos. El balance es brutal: centenares de heridos, muertos civiles, soldados que no regresarán. Madres sin consuelo. En las mismas calles donde un día se celebró la creación del Estado de Israel, hoy se escuchan lamentos. La cúpula de hierro, que prometía una protección casi mítica, ha sido vulnerada. Y con ella, una narrativa de invulnerabilidad que se tambalea. Netanyahu creyó que podía repetir la lógica de anteriores intervenciones relámpago: rapidez quirúrgica, castigo ejemplar, disuasión duradera. Pero Irán no es ni Gaza, ni Siria. Es un Estado-civilización con memoria histórica, resiliencia estructural y un aparato militar e ideológico que lleva décadas preparándose para este momento. Subestimó a un régimen forjado en la resistencia: que soportó una guerra de ocho años contra Irak, décadas de sanciones, sabotajes, aislamiento diplomático y una guerra en la sombra con Israel. Hoy, sin intervención directa de sus aliados —ni Siria, ni Hezbolá han movido ficha aún— Irán ha respondido desde su propio suelo, con armas propias, en sus propios términos. Lo que iba a ser una operación de contención se ha convertido en una guerra prolongada. Y lo que es peor: la contraofensiva iraní apenas comienza. En el Estrecho de Ormuz, por donde fluye el 20% del petróleo mundial, los motores de los buques de guerra ya rugen. Un bloqueo no es una hipótesis lejana. Es una posibilidad real y cercana. La amenaza de un cierre paralizaría no solo la energía, sino el sistema circulatorio del comercio global. El precio del petróleo ya ha subido siete dólares en menos de 24 horas. Si Ormuz se cierra, las cifras no importarán: lo que habrá será escasez, pánico, recesión. El conflicto deja de ser regional. Ya es global. Washington duda. No quiere una guerra. Pero ya está en ella. Está en los satélites que localizan objetivos. En los escudos que protegen a Israel. En las decisiones que matan. Trump habla de contención, pero los hechos empujan en dirección contraria. Cada misil iraní interceptado con ayuda estadounidense es una declaración de implicación. China condena con cautela. Rusia observa, esperando su momento. Europa, dividida, calla. El mundo entero contiene la respiración. Esta vez no son maniobras. No son Netanyahu apostó alto. Quiso asegurar su legado, reforzar su posición interna, desviar el foco de los procesos judiciales que lo cercan. Pero apostó… y perdió. Porque Irán no es solo un régimen autoritario. Es una doctrina. Una red regional de actores que entienden la guerra no como una anomalía, sino como una herramienta legítima. Hezbolá, los hutíes, las milicias chiíes en Irak y Siria… todos ellos siguen en silencio. Pero ese silencio pesa como la antesala de algo mayor. La columna vertebral iraní aún no ha utilizado todas sus cartas. Esta guerra nos recuerda que Oriente Medio no es una región que se pueda contener con sanciones, tratados y declaraciones diplomáticas. Es un espacio geopolítico donde las heridas no cierran, donde las narrativas de víctima y agresor se alternan, y donde cada actor juega a largo plazo. Israel, pese a su superioridad tecnológica, enfrenta ahora la pregunta más difícil: ¿puede ganar una guerra que no comprende del todo? Porque Irán no lucha solo con armas. Lucha con símbolos, con fe, con memoria histórica. No busca solo disuadir. Busca transformar el orden regional.
El Estrecho de Ormuz, la llave del mundo
Abderrahim Ouadrassi | Palma |