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El papel de la arquitectura

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Los conocimientos en arquitectura y urbanismo han avanzado a lo largo de la historia. Incluso, desde hace casi dos siglos, tienen rango académico. Son una ciencia, a su modo. Hoy hay facultades de arquitectura por doquier, por lo que más y más personas con esa formación salen a aplicar sus conocimientos.

Hemos pasado, pues, de una situación en la que edificábamos con pretensiones básicas, a lo que ahora llaman gestión e interpretación del espacio. Incluso en muchos entornos se ha producido una separación de lo que por un lado es esa investigación conceptual de ese espacio y, por otro, su traducción en estructuras, resistencias, seguridad, proyectos. O sea que mientras unos conciben el espacio, otros se preocupan de cómo ejecutar esos diseños con garantías. Hemos pasado de la solución de problemas perentorios, de buscar refugio, a la aplicación de complejas visiones teóricas; de atender necesidades primarias a crear espacios en los que convergen diseños, tecnologías, funciones. Hemos transitado desde el amateurismo puro, desarrollado por los vecinos más lanzados, a la gestión del conocimiento más sofisticado, por especialistas en el tema, científicos del asunto.

Y, sin embargo, desde mi experiencia, diría que los resultados han involucionado. Me atrevo a decir que, grosso modo, las edificaciones y las ordenaciones urbanas han pasado de ser muy humanas, muy integradoras, muy propicias para la convivencia, a más frías, desprovistas de encanto, alejadas del bienestar, incluso hostiles en ciertos casos.

Sin salir de Mallorca, es evidente que las viviendas y los núcleos urbanos con más de dos o trescientos años son mucho más acogedores que lo que hicimos después, cuando dispusimos de conocimientos, escuelas, formación y todo lo que ello supone. Si hoy tenemos atractivo turístico, aparte de por la naturaleza, es por los cascos antiguos de nuestros pueblos y ciudades y no por los barrios nuevos; nunca nadie se ha mostrado interesado en el valor arquitectónico de un Magaluf, s’Arenal o Son Rapinya y sí, por supuesto, de sus centros históricos.

Observen que casi se cumple a la perfección la regla de que cuanto menos legislación y teoría había tras la edificación, esta era más acogedora mientras que, más recientemente, con la intervención de leyes y normas de todo tipo, perdimos atractivo y calidez. Probablemente en los últimos veinte o treinta años estemos nuevamente haciendo las cosas con más cuidado, pero aún seguimos introduciendo enormes bloques de cristal entre edificios históricos llenos de identidad. Si mejoramos, que creo que sí, es muy recientemente y aún así con grandes contradicciones.

Porque se entiende que la arquitectura y el urbanismo están pensados para el ser humano, para hacer más cómoda la vida en comunidad, para que el espacio nos ayude en la convivencia, no para que nos distancie.

A escala mundial, ocurre lo mismo. Europa, el viejo continente, tiene su valor precisamente por viejo, porque creció sin tanta especulación teórica. En contraste, las ciudades de la América opulenta pueden llegar a ser hostiles con la calidad de vida. Y la Asia que emerge como nueva potencia mundial tampoco termina de caracterizarse por su arquitectura acogedora: los grandes centros comerciales, las grandes torres de cristal, los ascensores velocísimos, las grandes explanadas sin vida, no parecen pensadas a escala humana. Tanto en América como en Asia, y también en las periferias europeas, crece una nueva arquitectura que aún no consigue, ni por asomo, la calidez que siguen ofreciendo los centros más históricos, más antiguos, más improvisados. Se me ocurre el contraste entre los centros italianos –sobre todo italianos–, franceses, holandeses o españoles con las nuevas ciudades americanas o chinas y japonesas, como evidencia.

Hay que mencionar el interés económico, mucho más intenso en los últimos siglos, y el coche, como desvirtuadores de lo que debe ser una ciudad. Aunque tal vez también la investigación haya ayudado a confundirnos a todos con conceptos que quedan fantásticamente bien sobre el papel pero que no hay quien los habite (pienso en La Défense, el Barbican, o incluso Los Geráneos, por ejemplo).

Yo no hablo como arquitecto; hablo como usuario. No he estudiado los fundamentos de todo esto, pero sí vivo las experiencias que propician esos entornos y, desde ese punto de vista, la distancia entre estos mundos es abrumadora. Como para afirmar que hemos ido a peor, que la habitabilidad ha ido cayendo, que las ciudades son hoy menos acogedoras. Si fuera arquitecto, me pensaría mi papel más de una vez. Igual hasta me sentiría como si fuera un vulgar periodista.

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