Antaño, los cuadros políticos de izquierdas, educados en el marxismo e incontaminados aún por el engendro de la posmodernidad y la fascinación por los populismos del Cono Sur, analizábamos la evolución social en términos tales como modos de producción, clases sociales, correlación de fuerzas o condiciones objetivas y subjetivas del momento. Era una nomenclatura más o menos afinada que permitía el análisis, la interpretación y, finalmente, la concreción de una estrategia política. Un elemento importante del análisis era la ponderación de la superestructura ideológica sobre los comportamientos sociales y económicos, como nos enseñaba Poulantzas con su estudio sobre la Edad Media, Weber con la ética protestante o, más recientemente, Enzensberger cuando hablaba de «la industria de las consciencias» al referirse a los medios de comunicación.
Hoy, los cuadros políticos de izquierdas, desprendidos mayormente de la formación marxista, se contentan con un progresismo cada vez más maniqueo y se asombran, al carecer de herramientas conceptuales para explicarlo, de cómo, por ejemplo, los verdugos pueden votar a sus víctimas o por qué el país no revienta ante la creciente depauperación que está produciendo un neoliberalismo que va sin frenos y cuesta abajo. No es de extrañar que la derecha esté imponiendo su «relato», como gusta decir ahora; otro palabro posmoderno, muy en boca de todos, con el que se pretende hacer crítica política y con el que no se puede hacer más que crítica literaria.