Profundos cambios radicales, irreversibles y estructurales afectan a la política: entre otros, la globalización salvaje de la economía que fomenta la uniformización y la desigualdad, el individualismo exacerbado que destruye la idea de colectividad, la revolución digital y del conocimiento y la tendencia al monopolio de sus mercados, que, conjuntamente con la irrupción de la IA, ya no permiten distinguir la verdad de la mentira en las redes, con el revés que ello significa para la democracia.
La política pierde fuelle ante otros ámbitos económicos, culturales, digitales y se queda sin capacidad de reacción ante una propuesta neoliberal extrema, dispuesta a todo; basta ver las últimas bravatas de Elon Musk respecto a la posible compra de votos en el estado de Pennsylvania. La política se muestra incapaz de controlar la situación ante gigantes económicos con mayor preparación, infraestructuras y desfachatez, que al dominar con su gran poderío e influencia el ala conservadora de la política y la mayoría de los medios de comunicación y de las redes, alimentan el choque de trenes entre los partidos tradicionales, rompiendo todos los puentes, animando la dialéctica de sustituir adversario por enemigo y favoreciendo posiciones ultras y populistas en materia de inmigración y otros temas, como la gestión de las residencias de Madrid, etc., que deambulan sin sonrojo alguno por la mentira y por caminos muy alejados de los derechos humanos. Una hostilidad que atenta contra la democracia y facilita aquello de «a río revuelto ganancia de pescadores», que acaba degradando lo público y favoreciendo su privatización.
Es un enfrentamiento que rompe cualquier posibilidad de pactos de Estado e impide que determinadas políticas tengan continuidad en el tiempo, como sería necesario en materia de vivienda, y en vez de eso seguimos hablando en el Congreso de una ETA que hace tiempo que desapareció a manos de las fuerzas armadas y gracias a las medidas de un gobierno socialista, por cierto, criticadas, en su momento, como siempre, por la oposición de derechas. Y así la política a menudo se estanca interesadamente en debates minoritarios, como la defensa de unos patriotismos rancios, cargados de ideología, irracionalidad y fanatismo, que alinean a muchos ciudadanos con fuerzas políticas que, radicales en estos temas, a la vez votan en contra de los propios intereses de estos ciudadanos en materia de salario mínimo, educación, sanidad, subida de las pensiones…, y otras veces sitúan en el centro del debate materias sectoriales, muy importantes pero que con frecuencia acaban tapando los verdaderos problemas que interesan a la gente: la vivienda, cómo llegar a final de mes, el funcionamiento de la sanidad…
Son unas posturas que influyen también internamente en los partidos, que acaban adoptando soluciones simplificadoras, presidencialistas y uniformizadoras en detrimento del debate interno y de la diversidad; basta ver que algunos pretendan que, a pesar de tener intereses diferentes, las comunidades autónomas defiendan una postura uniforme impuesta por el partido en cuanto a la financiación, o en cuanto a la condonación de la deuda, una recentralización impulsada por la Comunidad de Madrid, cuya lideresa, ejerciendo un utranacionalismo madrileño que desprecia la periferia, pasa como una apisonadora por encima de Feijóo, de los presidentes territoriales, de sus estatutos y del avance del estado de las autonomías, posiciones que a Vox le quedan pequeñas.
En cualquier caso, estamos ante una política instalada en un permanente presentismo, incapaz de tomar medidas de futuro. Los ciclos económicos no coinciden con los ciclos políticos y los ciclos electorales pesan como losas sobre la actividad de las instituciones, que se rinden ante la dictadura del corto plazo, único capaz de obtener réditos en las próximas elecciones, y se deja de lado cualquier proyecto a largo término que dé respuestas a las imperiosas necesidades de afrontar los serios problemas que vamos a dejar a las generaciones futuras (la lucha contra el cambio climático, el reforzar el estado del bienestar, la vivienda…).
La política está perdiendo a la gente joven. Ni conecta con ella ni les resuelve los problemas. Añádase que el gran crecimiento de la esperanza media de vida está transformando las políticas de las instituciones, que favorecen iniciativas para las franjas de población de más edad, a veces en decremento de la de los jóvenes o como mínimo de su no aumento. Ello hace que mucha gente joven se aleje de la política o se apunte a posiciones ultras como protesta por sentirse marginada.
Esta situación afecta a toda la política y alinea a los conservadores en posiciones cada vez más radicales, y obliga a la izquierda a rearmarse y esforzarse en buscar el modo de aplicar los viejos principios socialdemócratas a la revolución tecnológica y económica que afrontamos, aprovechando los nuevos avances y dejando de creer que, para plantear batalla, es suficiente considerar que uno tiene la razón, cuando de lo que se trata es de cómo convencemos de ello a la ciudadanía, en un mundo de una comunicación tan apabullantemente favorable a los intereses conservadores. A la izquierda, ante un adversario tan enorme, no le queda otra que la unión, con renuncias responsables en aras del bien común y alejándose de protagonismos puntuales.