Aún tengo la emoción a flor de piel de un reciente viaje a la tierra de mi madre, un pequeño pueblo de Jaén. Ella, como millones de españoles, fue una víctima de la Guerra Civil, de las consecuencias de aquel disparadero que provocaron quienes no querían democracia sino una dictadura militar. La tuvieron y la sufrimos durante cuarenta años. Diría que más porque sus zarpazos y rugidos prosiguen. Esta misma semana han vociferado en el Congreso porque, antes que la palabra, que intentar alcanzar acuerdos, ellos quieren poner vallas, pegar tiros. En este maltrato a quien menos tiene también deben avergonzarnos las devoluciones en caliente propiciadas por Ceuta y Melilla.
Esta semana me he sentado para hacer otro viaje en la sala oscura. Me he subido al bus, El 47, la película que todos deberían ver. Especialmente aquellos que miran mal a los migrantes, a los que juzgan como ‘vagos y maleantes’. ¿Les suena algo? Esos españoles que critican que la sanidad pública atienda a los nadie, a los desesperados, a quienes han sufrido lo indecible para alcanzar un país como estación de esperanza. Como hicieron nuestros padres, nuestras abuelas, nuestros ancestros. ¿Cómo es posible que estos nietos hayan olvidado de dónde vienen?
Hace muchos años, la España rota emigró a grandes ciudades como Madrid y Barcelona. El hambre y la muerte, la desposesión de sus pocas pertenencias, birlada por los vencedores, les lanzaron a los caminos de este país roto, mugriento. Uno de ellos fue Manuel Vital, quien, junto a cientos como él, levantó ese páramo a las afueras de Barcelona, Torre Baró, que acabaría convertido en un barrio obrero, escenario de película de Marcel Barrena.
Manuel, protagonizado por Eduard Fernández -que ya sabíamos que es un actorazo pero que aquí te corta el hipo-, es uno más entre» gente como nosotros», el pueblo llano, los olvidados de Buñuel, los que han construido de la tierra baldía esta España que sigue con costras de desigualdad. Manuel es conductor de autobuses y cada día debe recorrer kilómetros para llegar a la ciudad. Como él, todos los vecinos, la gente humilde, los trabajadores, que viven en barrios sin agua, ni electricidad y sin autobús que les acerque al centro. Ahí se fragua el alma de esta película que es un pequeño milagro entre tanta basurilla de cine de ver y olvidar.
Basado en un caso real -el secuestro del autobús 47 para demostrar que sí podía llegar hasta Torre Baró y sortear un terreno sin asfaltar, de arena y desniveles de vértigo-, la película es un canto a la lucha ciudadana, es un balón de oxígeno en momentos en que el miedo nos tiene atrincherados en un ensimismamiento de pantalla. El 47 no fue un hecho aislado, individual, no estamos ante una epopeya heroica, estamos ante una historia de dignidad colectiva -el 47 llegó al barrio gracias a la presión de los ciudadanos, a esa «gente como nosotros», que durante casi dos horas nos roba el corazón.
Yo me subo al 47 por la memoria de mis andaluces de Jaén. Me subo porque creo en personas como Carmen, la monja -grande la actriz Clara Segura-, que deja los hábitos por amor a un comunista del PSUC, de la misma manera que Manuel Vital -no podía tener mejor linaje- agarra el 47 y lo sube a la montaña. Como uno más entre la «gente como nosotros».