La gentrificación avanza a pasos agigantados y se expande del centro hacia la periferia, expulsando a la población residente tradicional y sustituyéndola por otra que habita ocasionalmente, por temporada o directamente dedicada al alquiler turístico, por mucho que esté prohibido. Prácticamente toda la construcción que se está haciendo es de lujo y buena parte está ya en manos de inversores alemanes, nórdicos, etc.
Las consecuencias van más allá de lo económico. Los jóvenes no se pueden quedar en sus barrios, se pierde relevo generacional, el desarraigo se extiende y crece el individualismo y la ruptura de la ya maltrecha descohesión comunitaria. También se complica la atención a mayores que se quedan sin soporte familiar próximo. El tráfico aumenta por desplazamientos a colegios y puestos de trabajo a causa del alejamiento de la vivienda a pueblos o zonas periféricas. La brecha se abre también por el avance del chabolismo. Vivir en la calle es, incluso para familias con trabajo, un pasaporte hacia la marginación.
Mientras foráneos y locales se suman al festín y llenan sus cuentas, las instituciones se enredan en discursos, especulaciones y ensayos de decretos, pero sin ponerle el cascabel al gato para que no se enfaden los amos del mercado. ¿Qué futuro y qué sociedad se está configurando? ¿Dónde irán las cerca de 100 personas que serán desalojados de la cárcel vieja, a Cort? Este es un momento para no rendirse a la fatalidad, organizarse y responder para imponer alternativas.