Con el calificativo fiambre no me refiero a un difunto o fallecido, estos se merecen todo mi respeto. Me refiero a los muertos vivientes. Tampoco tienen paralelismo con los nuevos denominados zombis que son más tontos o alelados. Cuando doy la mano a alguien me determina rápidamente con qué tipo de persona me encuentro. Los comerciales la estrechan con falsa efusividad y energía. Los macarrillas o cachas la aprietan exageradamente para presumir de su vigorexia y potencia física. Los tímidos lo hacen como si sintieran vergüenza de compartir intimidad. Los ansiosos intentan obviar la palma de la mano, conceden solo las falanges para que no notes su posible mano sudorosa. Los imbéciles además de darte la mano te machacan la espalda con una palmada molesta para quien la recibe. Y así sucesivamente. Pero hay dos formas que son la que quiero matizar. La primera, la de los fiambres o muertos vivientes que pueden ser cualquiera de los anteriores u otros, estos son los que no te transmiten nada. Son como autómatas. Como si saludaras la mano de una figura articulada robóticamente. Pueden simular, hacer creer que viven, fingen, pero están muertos por dentro. Están desposeídos de la sensibilidad que caracteriza a la especie humana, si es auténtica. Luego están los que me enternecen, aquellos que con su mirada te piden ayuda o te intentan transmitir su abismo. Puede ser una mano lánguida, débil, pero notas que hay vida. Me intereso enseguida como penetrar en su alma para descubrir los marcadores de sus botellas de oxígeno espiritual y poder determinar el grado de calidad de vida que tienen y lo que les queda para tirar de la cadena metafórica del inodoro de la vida. Hace unos días estuve con un señor en letras mayúsculas. Elegante, le intuí una inteligencia dormida por el dolor emocional pero brillante. Mirada triste. Aspecto lánguido. Pálido por una alimentación que no asimila porque su sistema vegetativo somatiza su salud emocional con unas diarreas que le angustian. Pero transmitía simpatía, curiosidad, erudición, afecto, viveza lívida. Vida ahogada por la tristeza vital. Su esposa que es la razón de su vida había sufrido un accidente doméstico. No podía soportar la idea de perderla. Me comentó que como muchas personas mayores por mor de la pandemia habían perdido el ritmo de la vida social anterior y quedado desconectados. Es un ser adorable que en su despacho tiene un atril de pintor. Lo intuyo sagaz en su juventud, dinámico, brillante. Pero se ha auto ungido como decrépito. Sentí una energía interior que le intenté transmitir con todos mis sentidos. Los dos en la despedida sabíamos que había triunfado la vida. Estaba risueño, me dio la mano con un agradecimiento que uno no merecía. Era yo el afortunado de disfrutarlo. Ambos certificábamos; la vida es bella.
Dar la mano a un fiambre
Miguel Munar | Palma |