Comentar el Debate del Estado de la Autonomía desborda mis capacidades. No comparto con esta gente qué es urgente y qué accesorio, por lo que prefiero centrarme en una cuestión anterior al debate, del cual ya no me acuerdo.
Baleares descubrió hace unas semanas que una de cada cuatro ayudas concedidas a personas en situación de exclusión social son fraudulentas. O, mejor dicho, el Govern del Partido Popular ha dicho que su antecesor socialista otorgaba estas ayudas de forma fraudulenta. De no ser que las culpas caen sobre otro partido, esto nunca se hubiera ventilado. El hallazgo consiste en que los papeles están mal y que ese dinero nunca debió de haberse pagado. Se habrían perdido unos cuantos millones de euros.
Yo no conozco esta investigación, pero sí conozco el entorno de los excluidos y el de la Administración. Y conociendo ambos, no me creo nada porque la burocracia es absolutamente incapaz de tratar asuntos de esta índole. Cuando hablamos de personas excluidas o vulnerables, hablamos de gente con enormes dificultades para estar al día incluso con su propia documentación, con los plazos, con las normas. No son personas con un despacho lleno de azetas y el BOE en la estantería. En cambio, a la Administración le ocurre todo lo contrario: se ignora lo que no sean papeles, disposiciones legales, requisitos. El sufrimiento no se pondera. Son dos mundos incompatibles.
Baste ir un día a la puerta de cualquier oficina que lidia con estos asuntos para encontrarse con colas de personas completamente impotentes, discutiendo con el guardia de seguridad, porque quieren que les atienda alguien y no saben siquiera cómo obtener cita previa. Las citas previas, en algunos casos de obtención imposible para un sabio de la informática, son el modo por el que se excluye a la mitad de estas personas. La otra mitad cae cuando se les obliga a llenar un impreso que exige el cumplimiento del artículo 28 de la Ley 7, en su apartado 22, modificado por el decreto 56. ¿Piensa alguien que una de estas personas puede pagarse una gestoría?
La burocracia, que tan frecuentemente certifica que un dependiente es dependiente cuando ya ha muerto, es impotente, pero no sólo cuando se trata de exclusión social sino en todo lo que sea sutil y delicado. Porque se rige por normas frías, habitualmente burladas incluso por la propia Administración. Vean un ejemplo: la legislación para los concursos menores establece que toda compra ha de escoger entre tres presupuestos. El legislador pensó que se consulte antes de escoger. En la práctica, dado que la ley no lo prohíbe, se le dice al ganador que presente los otros dos presupuestos, de empresas propias o de amigos. Hemos cumplido con la ley, pero hemos engañado a la sociedad. Sistemático, sin diferencia alguna entre izquierdas o derechas. Lo mismo ocurre en las adjudicaciones de obra pública; en el mejor de los casos se hacen a ciegas, en la mayor parte por intereses impresentables.
Hay países en Europa en los que toda la información que la Administración sube a internet es previamente revisada para que cumpla con la exigencia de que pueda ser entendida por una persona con una capacidad de comprensión equivalente a quince años de edad. En España uno tiene la impresión de que la revisión también se hace pero para que Einstein no la pueda descifrar. Porque el lenguaje es deliberadamente críptico, para excluir. Pero a nadie se le ocurre reinvidicar este derecho básico.
Por tanto, todo va como va. Ocurre también con las oposiciones. ¿Alguien se cree que el ganador de una oposición es la persona idónea para el cargo? Podría ser, pero por casualidad, porque la oposición no valora ni el interés, ni las habilidades, ni la actitud, por poner un ejemplo. Y, aunque fuera el mejor para el cargo, ya se encargarán sus compañeros cuando se incorpore en advertirle que no ha de desentonar.
En lugar de empezar a desbrozar estas marañas legales, nuestros políticos acusan a los otros de supuestas maniobras para comprar votos. Tienen razón: nadie en política mueve un dedo si no es por votos. Tanto los acusados como los acusadores: todo se hace para seducir al electorado, cada día más harto de tanta estupidez.
El poder público es un caballo en una cacharrería. Por más que nos queramos autoengañar, su rigidez, la perversión de sus objetivos, su interés en salvar la cara, en las formas, en lo políticamente correcto, le impide gestionar. Lo extraordinario es que nadie se atreve a decir estas verdades más que evidentes. No las dice la izquierda, que fija el rumbo social, menos lo dirá la derecha que no sabe para qué existe.
Pobres los pobres que tengan que esperar que el poder público les ayude.