No sé, francamente, a qué viene tanta desconfianza. Ahora no hay manera de que nadie te coja el teléfono si no reconoce el número desde el que le llamas cuando antes, en los tiempos en que solo existían los teléfonos fijos y un par de motorolas y nunca se estaba seguro de quién se hallaba al otro lado, todos lo cogíamos siempre por si acaso. Ya me dirán qué ha podido cambiar en todo este tiempo. Como si entonces no intentaran también pillarte desprevenidos para venderte cosas que no has necesitado en tu vida y hacerte estúpidas encuestas telefónicas cada dos días.
Lo que soy yo, lo digo muy orgulloso, nunca he tenido tantos remilgos. Me da igual quién llame que siempre estoy dispuesto a ponerme al teléfono y a decir que no a lo que sea. Ya puede tratarse de alguien ofreciéndome un contrato ventajoso con otro operador o un amigo pretendiendo quedar para tomar unas cervezas esa misma tarde. Igual no me conocen bien: no sé qué pasa que en persona siempre acabo diciendo que sí (tres tarjetas de diferentes cadenas de supermercados llevo en la cartera), pero por teléfono soy el tipo más inaccesible del mundo. Oigo un timbrazo y me crezco. Hay quienes se vanaglorian de cosas como saber regatear o hacer paellas. Yo me deshago de la gente que es un gusto. También es verdad que son ellos los que me han hecho así. Tampoco tiene mucho mérito. Pero cómo cuelgo.