Cuando esta semana he leído la noticia de que una mujer se había suicidado en una cápsula, mis ojos se posaron inquietos en la fotografía que ilustraba tan desconcertante titular. Un grupo pequeño de personas, una de ellas con una copa de vino en la mano, observan entre extrañados y admirados un objeto extraño. Parecía una imagen de una feria de arte contemporáneo donde a cualquier artilugio lo venden como arte. Si no fuera porque la muerte es un asunto serio, si no fuera porque creo firmemente en el derecho a morir dignamente, me hubiera crujido de la risa.
Como a este ataúd galáctico lo han comparado a un sarcófago lo han bautizado sarco. Entre amigos. Los afines a lo estentóreo lo llaman la cápsula de la muerte o del suicidio. Leo con asombro que está hecho con 3D y que es un dispositivo creado por el activista y defensor del derecho a morir el médico Philip Nitschke, al que cómo no, le tildan de doctor muerte.
The Last Resort que es el colectivo de personas que proporciona el artefacto, te cobra 20 euros por el uso de la cápsula que te libera de una vida de dolor. La primera persona que lo ha utilizado ha sido una mujer de 64 años, de Estados Unidos, aquejada desde varios años de una inmunodeficiencia grave que le provocaba dolores indescriptibles. Ella pulsó el botón de la cápsula que al liberar gas nitrógeno en un par de minutos redujo el oxígeno y le provocó la muerte por asfixia. Lo último que vio fueron los árboles de un bosque en Suiza. Aseguran que sin dolor.
En Suiza está permitido el suicido asistido, no la eutanasia. Sin embargo, han detenido a varias personas porque consideran que sarco no cumple los criterios de seguridad y contraviene la ley de productos químicos. Han sido arrestados por incitación y asistencia al suicidio. La fallecida firmó el consentimiento y sus dos hijos lo sabían. La polémica ha vuelto a desatarse. Ahora viaja en cápsula.
En España, en 2021 se aprobó la ley de eutanasia que permite al paciente, mayor de edad, que sea un profesional sanitario que le administre el medicamento o tomarla él por su cuenta. Quien pide este derecho legal es consciente y si se diere el caso de la incapacidad de hecho, son los médicos quienes lo valoran.
La crudeza de casos como el de José Luis Sampedro, o de algunos amigos, quién no los tiene o tenía, que se van muertos en vida a una muerte que se les niega por una hiedra de creencias religiosas, de temores infundados, de complejidades psíquicas, de un no entender que si existe el derecho a vivir dignamente, existe su corrección a un adiós igual de digno.
Dicen que el alma pesa 21 gramos. Si alguien le otorga valor poético a tal afirmación, me pregunto si no le darán licencia literaria a la pregunta: ¿cuánto pesará el dolor si es tozudo y está pegado a un cuerpo que no lo quiere, segundo a segundo, durante años? Reconozco que sarco no me convence. ¡Me parezco tan poco a Nefertiti!