Lluís Llach, cantante de mucho éxito en su día y hoy presidente de una fantasmagórica Asamblea Nacional de Catalunya, llamó el otro día «fascista» a Salvador Illa, presidente de la Generalitat de Cataluña. Miren, Illa podrá ser más o menos socialdemócrata o más o menos nacionalista pero nunca fascista.
En el mundo de la política y de las redes sociales se ha rebasado ya el punto máximo de desvergüenza a la hora de calificar al que no piensa igual que el que califica. Pero, sobre todo, es insoportable el abuso nauseabundo de la expresión «fascista» para referirse a quien discrepa o disiente de la verdad proclamada desde las esferas del poder o desde los ámbitos más estrafalarios y pintorescos de los partidarios de políticas identitarias.
El propio presidente del gobierno contribuye a esta barbarie cuando se refiere a la «fachosfera» como aquel contubernio de partidos, medios de comunicación y jueces que no comulgan con la doctrina oficial. Al parecer todos los que no apoyan al gobierno son directamente fascistas o miembros de la ultraderecha.
Con una facilidad increíble se dice de alguien que es un poco «facha» para desacreditarle como creador de opinión o simplemente como ciudadano con derecho a opinar. Y al mismo tiempo se santifica a los comunistas como los mayores demócratas obviando los gravísimos atentados contra los derechos humanos que el comunismo ha cometido allá donde ha gobernado. Basta ya de tanto insulto y de dividir el país entre fascistas y progresistas sin olvidar las barbaridades que proclaman los nacional-independentistas haciéndonos creer que son progresistas.
La mayoría de los que alegremente tildan de fascistas a personas absolutamente respetables y libres de opinar en cualquier espectro político no tienen ni idea de lo que fue el fascismo y solo han tenido referencias leídas en Google.
La España de la transición se edificó sobre una idea totalmente opuesta. A nadie se le pidieron credenciales de conciencia democrática sino solo voluntad de integrarse en una sociedad democrática con indiferencia de cual había sido su pasado. Se trataba de construir un país integrador y nunca disgregador.
Ahora existe un especial deleite en el insulto grueso como lo prueba el tachar de fascista a todo el centro y la derecha de este país. Es imposible construir un país sobre la base de la confrontación entre buenos y «fachas» y es imposible edificar un edificio sólido cuando algunos ponen todos los días arena en vez de cemento.
Hay una masa social importante que no sintoniza para nada ni con la extrema derecha ni con la extrema izquierda pero tampoco está de acuerdo con la política personalista de Pedro Sánchez. Y esa masa de ciudadanos libres y sensatos no puede ser fascista. Aunque lo diga Lluís Llach. Me niego rotundamente.