Entre los pocos intelectuales (uso el genérico) que nos quedan y que pueden ser contados con media palma de una mano, yo destacaría a una mujer, que no necesita cuota, y que tiene mucha diligencia, inteligencia y erudición. Está claro que me refiero a Rosa Planas Ferrer, colaboradora habitual de Ultima Hora, y autora de numerosos estudios de investigación y libros sobre nuestro acervo cultural o universal, porque Rosa tiene esa alquimia luliana o capacidad (tubos comunicantes) de pasar de lo universal a lo local y de lo local a lo universal, con lo que siempre nos da una perspectiva muy personal de todo lo que escribe. Perspectiva condimentada por una cultura que, hoy en día, solo tienen muy pocos vivientes y que antes —entre los nuestros— tuvieron Llorenç Villalonga o Cristóbal Serra. Todo esto viene a cuento porque Rosa acaba de publicar, en la editorial ya legendaria de José Olañeta, Palma. Entre la calma i el vent: evocación (con prólogo de Àngels Fermoselle) de una ciudad cuando era transitable, reconocible y la gente se saludaba por la calle y se pedía azúcar o sal a la vecina (a la que a veces se miraba discretamente, pero con gula) o cuando los niños jugaban en la calle y volvían a casa felices y aporreados. Rosa nos describe a su manera y temáticamente una Palma que ya no existe, perdida, más perdida que el Machu Picchu antes de ser encontrado. Sigue nuestra escritora la senda de Marius Verdaguer y su Ciutat esvaïda, con una diferencia, la urbe descrita por Verdaguer tenía salvación y se salvó, pero la descrita por Rosa ya no la tiene: el tiempo nunca volverás atrás, la globalización ha canibalizado todo y asistimos a un mundo sin asideros, creo que el mundo actual es asqueroso.
En su Palma, la autora señala mil matices y sugerencias a conservar: las murallas, las perspectivas urbanas, incluso el cielo palmesano de un azul intenso más los cafés y esa necesidad que tiene el verdadero paseante de mirar hacia arriba, hacia los tejados porque solo así se va descubriendo la verdadera Ciutat. Surgen en este libro pintores, espías, el gran Rubén Darío y retazos de la historia de Mallorca que no cabría olvidar, más los trozos y llaves falsificadas. Lo que más vigencia da a esa Palma descrita por Rosa es que hasta hace treinta años era así, más cómo en corto plazo el andamiaje de nuestra capital se ha venido literalmente abajo (con sus pintadas, sus juligans, su multiculturalismo, su buenísimo y su todo lleno con todo incluido). Hoy ya no se puede andar por el centro de Palma, tampoco puedes levantar la cabeza para ver la parte alta de las mansiones señoriales porque, entre tanto, te roban la cartera; las franquicias lo inundan todo, eso sí queda un poco de repostería y coquinaria mallorquina (el Bar Central, con Tolo, o la pastelería Mir, por ejemplo, en el Coll d’en Rabassa) que nos permite recordar una Mallorca diluida y que ya solo percibimos lejanamente, y con suave brisa, en este libro de Rosa: léanlo, piénselo, saquen sus conclusiones. Hubo una Palma mejor y, encima, sin móviles y sin chusma.