No quiero ser un pesimista rematado ni un quejica consumado. Posiblemente sea cosa de viejo, mis canas son evidentes. ¿Qué pasa, pues? Pasa que lo que amé no es amado. Pasa que lo que más yo he querido ha perdido la gracia de ser querido por otros. Me refiero a mis libros, mis queridos libros. No me refiero a aquellos que, consultados, he dejado en la sala de lectura de bibliotecas. Me refiero a los libros que he adquirido y colocado en las estanterías de mi casa, leídos una vez, más veces. Libros sobre mis temas preferidos y sobre temas de los que he tenido que pronunciarme.
¿Es que ahora ya no sirven? No. Pasa que, habiendo entrado en años y cansancios, se me ocurrió desprenderme ya, o sea regalarlos a otros para que les pudieran hacer el bien que a mí me hicieron. Y no interesan: unos porque no les caben en el adosado, otros porque ya se habituaron al iBook, otros porque si no son para revenderlos, ¿para qué? ¿Y las bibliotecas? Andan saturadas, y dicen no. En plan reaccionario, he pensado que me acompañen en mi último traspaso; pero, pobrecillos ellos, si me sepultan, se pudrirán y si mi incineran, se quemarán.
Cuando aquí digo libros, digo libros, pero también digo tantos otros valores que por haber enriquecido tanto mi vida me ilusionaba ofrecer a otros.