Me gusta el autorregalo; la autoayuda y la autoficción no, pero el autorregalo sí. Hace unos días por mi cumpleaños, a fin de cumplir con el ritual y no sin cierta desgana también ritual (son muchos los regalos que me he hecho a estas alturas), me regalé un par de libros. Nadie sabe mejor que yo lo que prefiero que me regalen, y cuándo exactamente, por lo que el obsequio de cumpleaños me pareció muy acertado. Así que me hice el sorprendido y lo agradecí con cortesía, aunque una cortesía algo irónica y distante, no exenta de comentarios mordaces, ya que si la cortesía se acerca demasiado y se pone vehemente, deja de serlo enseguida y se vuelve embarazosa familiaridad. O ansiedad, que es en lo que se convierte todo hoy en día, según los expertos. Unos de los libros, el delgadito, es una colección de relatos del escritor ruso (nacido en Járkov, Ucrania, en 1885) Vsévolod Garshin, que si bien recomendado por mi hijo, gran conocedor de la literatura rusa (y ucraniana), lo que me decidió a regalármelo fue su poco usual forma de suicidio, incluso para un ruso ucraniano. Tirándose por el hueco de la escalera a los 33 años. Ah, el hueco de la escalera. El libro se titula La señal, y si no todos, seguro que me leeré varios cuentos, de gran actualidad por los datos mencionados. Actualidad post mortem, pero actual. El otro, gordo y pesado que seguramente resultará aún más pesado de lo que parece, y parece de hormigón, es una biografía del escritor Juan Benet, ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, elaborada por el concienzudo biógrafo profesional Benito Fernández, que ya hizo lo mismo con el gran Ferlosio, el otro clásico de lectura inolvidable, pero casi ilegible. Ya he leído de ambos cuanto me apetecía leer, por lo que probablemente no leeré esta densa biografía. Pero me gustó mucho el título El plural es una lata, gran frase que suscribo, una de las más incorrectas y desdeñosas que se han pensado jamás. Pero aunque no lea ese libro, lo que al rimbombante Benet le llenaría de vanidosa satisfacción, quiero tenerlo en casa. Y aprovecho para afirmar que sí, se puede querer (o detestar) un libro que no piensas leer. Uff, por fin lo he dicho. Otro autorregalo que me hago.
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