Hay un runrún en Palma que está en todos los oídos y provoca sonrisas. Dos señores han entrado en competición para ver cuál de ellos consigue abrir más... vamos a llamarlo fruterías. Te lo dice todo el mundo en la calle: «Cuando uno abre un local nuevo, el otro va detrás». Su presencia es más que visible, cada vez más. Esto es lo mismo que cuando juegas al Monopoly y quieres hacerte con todas las calles de color azul oscuro, que son las que más cuestan. Lo curioso es que los precios del metro cuadrado en determinados rincones son tan excesivos, que basta echar cuentas para que no salgan.
«No son fruterías, son lavanderías», cuentan los palmesanos entre susurros. Lavanderías de dinero negro. Más que nada porque no entra nadie en esa frutería y el género se le está poniendo pocho. Pero ahí aguanta. En una céntrica calle del centro hay otra tienda donde se venden recuerdos de la Isla muy específicos, una cosa que solo compras una vez en la vida, y se trata de una multinacional con sucursales en toda Europa. La dependienta está tan aburrida que bosteza sin parar mientras mira el móvil. Es el trabajo ideal para escribir en una novela durante el horario laboral. ¿Cómo se mantiene esa tienda de recuerdos de Mallorca sin un solo cliente que se digne a mirar sus estanterías?
Mientras tanto, las fruterías de verdad se van extinguiendo, incapaces de soportar los alquileres que pueden pagar ciertas fruterías-lavanderías. Ya no sabe una dónde comprar un buen melón, una sandía en condiciones, unos tomates para el trampó de la cena. Cada vez hay que ir más lejos para comprar mientras la ciudad cambia, muta mecida por la avaricia.