MasterChef ha vuelto a copar titulares después de que una concursante decidiera colgar el delantal por voluntad propia. Jordi Cruz (el malo, no confundir con Jordi Cruz el bueno, el de Art Attack) no dudó en despacharla y reprocharle que muchos se habían quedado fuera y había desaprovechado una gran oportunidad. Todo esto en un programa de televisión donde se promueve y se naturaliza la competitividad tóxica porque la vocación y el oficio de la cocina así lo exigen. Por lo menos es lo que hacen creer.
En estos programas de telerrealidad la gastronomía es lo de menos. Se fomenta una cultura del esfuerzo extenuante que garantiza pingües beneficios y que sustenta el éxito de sus restaurantes de más alto nivel gracias al trabajo gratuito de los stagers: los becarios que matarían por entrar en los fogones de El Bulli solo por añadir esa muesca en su currículum. Con un modelo de negocio tramposo es fácil mantener empresas. Por favor, pidamos stagers talluditos y con experiencia conduciendo autobuses o atendiendo enfermos o de cajeras en un supermercado. Sin cobrar y sometidos a jornadas de doce y catorce horas. ¿No es un plan de negocio brillante?
Semejante discurso se ha esparcido de tal manera que no es extraño ver ofertas laborales donde se aseguran cuatro horas, se pagan ocho y se trabajan doce. ¿Por qué extraña entonces La Gran Dimisión? Aunque uno quiera, el cuerpo sabe parar cuando ya no puede más: se rebela ante su dueño. Y Remedios Zafra ha sabido reflejar las cuitas de los autoexplotados creativos. Se obvia, a sabiendas, que el éxito no es de quien se lo trabaja, sino de quien hereda.