Me llama el progenitor de un alumno de un centro escolar de sa Pobla. Quiere comentarme los talleres que le propusieron a su hijo para llevar a cabo en los tres primeros días de esta semana, denominada santa. Me leyó el temario. 1) «Charla sobre el Sáhara Occidental». 2): «Acercamiento a la figura de Malala Yousafzai». 3): «Desbancando mitos de la inmigración». El hombre inquiere mi opinión acerca de la idoneidad de estos temas como materiales de trabajo para un chaval de 14 años a las puertas de sus vacaciones. «Mi hijo –añade– ya me ha dicho que se irá a jugar a la cancha de baloncesto». Mi respuesta fue contemporizadora: «Quizá uno de estos tres temas en medio de otros dos más propios de nuestro entorno y nuestra cultura, hubiese sido lo apropiado». Su respuesta restalló en mis oídos como un látigo: ¿Se refiere al entorno en el que usted y yo hemos vivido o al que rodea a mi hijo y a tantos otros chavales de sa Pobla?
Creo que puedo adentrarme en tan pantanoso terreno porque en esta –como en muchas otras cuestiones– siempre he procurado mantenerme en el angosto territorio del centro. Es decir: por una parte me he mostrado respetuoso con el fenómeno migratorio –no podría haber sido de otra manera cuando entre mis treinta libros publicados figuran seis dedicados a los mallorquines emigrantes– pero al mismo tiempo he lamentado que el mundo en el que viví y crecí haya sufrido una tan drástica transformación, hasta casi quedar convertido en un recuerdo. Mis columnas sobre el pasado y el presente de sa Pobla han motivado que algún historiador sin título, especializado en nouvinguts, me mirara con el rostro ceñudo. No podían decirme nada, él y otros, porque mi actitud hacia esas personas ha sido siempre de exquisito respeto, incluso de compromiso. De palabra y de obra.
Otros pueden hablar y escribir sin reticencias sobre la Mallorca que nos han cambiado porque tienen la suerte de ser considerados de izquierdas, con el consiguiente disfrute de la bula que ello supone. Es el caso de Pere Joan Pons, compañero de penurias periodísticas, quien el pasado sábado dejó escrito lo siguiente: «La actual izquierda haría bien en entender, si no quiere ceder más terreno a la extrema derecha, que el trauma del inmigrante obligado a vivir en un país que no es el suyo tiene un reverso en el trauma que sufren aquellos que, sin moverse de nuestro país, ven cómo todo su mundo cambia».
Nada más cierto.