La excesiva comercialización y estandarización de las ciudades más emblemáticas a causa del incremento descontrolado del turismo de masas puede tener efectos perniciosos en el futuro. Palma no es ajena a este proceso. Pero tampoco muchas otras ciudades europeas. Hace unos días visité Brujas, la joya de Flandes. Enseguida me vino a la cabeza el libro Brujas la bella, Brujas la muerta, del recordado editor y periodista Pere A. Serra, histórico impulsor de Ultima Hora. En los años cincuenta describió una ciudad tan hermosa como fría, tan cautivadora como de corazón helado: un lugar único.
Pero ha acontecido un giro copernicano desde entonces. Las calles del centro de Brujas son un uniformado reclamo comercial. Las plantas bajas están tomadas por las marcas de todos conocidas de hamburgueserías, ropa, lencería y cien etcéteras más. Por un momento, a ras de acera, uno no sabe si se encuentra en Flandes o el centro de Palma.
De la belleza mortecina y espiritual que describiera Serra queda lo justo. Incluso las cada vez más numerosas bombonerías belgas parecen estandarizadas e industrializadas.
Menos mal que la enorme torre Belfort se mantiene digna e inexpugnable, al menos por ahora, en la plaza central de la ciudad, como símbolo de la resistencia ante el embate de los nuevos tiempos. Es lo mismo que podría decirse de nuestra Seu y de su capacidad de resistencia ante la pérdida de refinamiento de otros lugares de Palma.
Sería deseable una reflexión de los responsables políticos, a todos los niveles, desde el europeo a los autonómicos, de cómo legislar para proteger la personalidad histórica y cultural de sus ciudades, a menudo antaño inigualables y hoy día amenazadas por la continua proliferación de franquicias que a menudo lo adocenan todo, incluida la bella Brujas, que fue un dechado de personalidad en el corazón de la vieja Europa.