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Y no hacer nada

| Palma |

Se me ha ocurrido que, como primer artículo del año, no estaría de más mencionar mis nuevos propósitos que, por otra parte, de nuevos tienen poco (cuando te gusta algo te gusta que dure). Me he dicho a mí misma que lo mejor es no esperar gran cosa, puesto que después, por mucho que se empeñe la filosofía moderna, los sueños no se convierten en realidad. Así pues, soñar, prefiero soñar poco o nada. En cambio –y si no fuera porque me tendría que esforzar– sí que me gustaría convertirme en una persona mucho más perezosa. No sé si voy a poder superarme, pero por intentarlo que no quede. No son pocos los intelectuales que han defendido la ociosidad. Uno de los ejemplos más conocidos es Paul Lafargue, con El derecho a la pereza (1880), quien, con estilo irónico y no sin argumentos polémicos, llevó a cabo una crítica del capitalismo, ese sistema que condena al hombre a ser un esclavo, y alabó la pereza por estar más acorde con los instintos naturales. Soñemos en la abundancia y el goce y librémonos de esa esclavitud, se dijo. Según él, la jornada laboral debería ser de tres horas (ya ven que lo de Sumar es del todo risible). No resulta raro que esta obra gozara de gran aceptación entre marxistas y anarquistas, pero también de no pocas críticas por el uso excesivo de tópicos y su apología de la vida preindustrial. Como perezosos ilustres destaca a los españoles y a los griegos. En el lado contrario figuran los británicos, sobre todo los escoceses. Y eso que las ilustres plumas de Dickens y Collins ya se habían esforzado en desmentirlo: sus personajes Idle y Goodchild son los más perezosos de la historia de la literatura («no querían ver nada, no querían aprender nada, no querían hacer nada»). Así pues, y viendo todo esto, he pensado: qué maravilla, la de permanecer ociosos. Y eso es lo que he deseado para 2024.

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