Cuando la cólera ciudadana alcanza la calle, el destinatario de las protestas tiene tendencia a escudarse detrás de un mantra muy extendido: no son de los nuestros. Le está sucediendo al partido de Pedro Sánchez cuyas sedes están siendo objeto de reproche político por su proyecto de amnistiar a los independentistas catalanes de sus delitos por parte de un número creciente de ciudadanos. La salida más simple consiste en acusar a los otros, «la derecha y la extrema derecha», de organizar las manifestaciones, con evidente desprecio del mensaje de rechazo a la sumisión al independentismo y a los partidos antisistema que va calando en el resto de la sociedad.
En Baleares quizá quien mejor ha sabido entender el fenómeno haya sido el primer presidente autonómico, Gabriel Cañellas, que desempeñó el cargo durante doce años, hasta 1995. Ante las primeras exteriorizaciones de oposición en la calle a alguna de sus decisiones medioambientales, se le atribuye la sentencia: no son de los nuestros. Tuvo razón. Siguió ganando elecciones hasta convertirse en una piedra en el camino de Aznar hacia La Moncloa a causa de un sonado escándalo económico y fue obligado a dimitir. También José Ramón Bauzá creyó que sus políticas lingüísticas y culturales, en la línea de los actuales postulados de Vox, no iban a tener consecuencias, a pesar de sacar a la calle a 100.000 personas en su contra. Resultó que sí había muchos manifestantes que eran de los suyos y cosechó el mayor desastre electoral de toda la historia del PP.
No debería sorprender al sanchismo que cada vez un mayor número de personas se rebele contra unos acuerdos que consagran la desigualdad de los ciudadanos; no acepten que una determinada mayoría del Parlamento pueda situarse por encima de la Constitución, las leyes y los tribunales de Justicia, convirtiendo en papel mojado el principio democrático esencial de la división de poderes y el sometimiento de los poderes, todos los poderes públicos, al imperio de la ley. El comportamiento y las actitudes del sanchismo parecen indicar que confían en que el control absoluto de los centros de decisión y la capacidad de narcotización ciudadana van a llevar al olvido de todas las fechorías, por graves que sean, en un par de años, o incluso menos. La convocatoria hoy mismo de concentraciones en gran número de capitales españolas servirá de nuevo para calibrar la dimensión de la crispación causada por la ruptura de los consensos que hicieron posible la Constitución.
Se preguntaba Fermín Bocos en estas mismas páginas si no habrá diputados del PSOE capaces de decir no a semejante atropello y jueces y tribunales dispuestos a evitar una amnistía que supondrá la abolición del Estado de derecho. Volviendo la vista atrás, se pueden recordar aquellas Cortes franquistas, cuyos integrantes -los procuradores sí eran franquistas- aprobaron la Ley de Reforma Política, aun a sabiendas que suponía su desaparición política, la pérdida de su estatus y seguro que en algunos casos incluso las lentejas. Estuvieron a la altura de su tiempo. Aquella ley fue el primer paso hacia la Transición, la recuperación de la democracia y la Constitución de 1978. Ahora, la tensión provocada y la ira desencadenada son por siete votos. No ha de ser fácil olvidar.