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Regusto amargo

| Palma |

Últimamente me pasa a menudo. Si me fijo con atención en lo que veo a mi alrededor e intento hacer algún comentario, no me salen las palabras de la boca. No sé si será un síntoma más de los que me provoca el asombro constante o si se tratará de algo más grave para lo que no existe curación. Se me queda un regusto amargo en la boca –que se extiende hacia la garganta– exactamente igual que el que suelo notar después de tomarme dos naproxenos para intentar combatir un episodio de migraña. Es un poso desagradable que me exige tomarme algo dulce inmediatamente. Un sorbo de agua no lo quita (incluso puede acrecentarlo). Menos mal que, a falta de voz, las palabras aún pueden ser escritas. Y, como si se tratara de un bálsamo, el malestar va pasando poco a poco. Gran parte de este asombro –que no entiendo cómo no es contagioso– aparece después de la irrupción de alguna noticia desagradable. Esto es algo lógico. Pero no suele ser a causa de la noticia (a mi edad una ya está bastante curada de espantos), sino de la manera como se enuncia y, acto seguido, se desarrolla. Da igual si aparece en un telediario o en un anuncio de pizzas.

El espectáculo (a menudo bochornoso) está servido. A veces incluso tengo la sensación de que todos estamos actuando en un enorme plató. He llegado a pensar si mi existencia no será simplemente un juego en el que tengo que desarrollar un papel que no me gusta demasiado. Pero luego me doy cuenta de que soy real, y de que pienso (luego debo de existir). No se trata de filosofía barata. Se trata del mayor espectáculo del mundo. Qué otra cosa podría ser si no este titular con el que me levanté ayer: ‘Guerra entre Israel y Hamás, en vivo: muertes, última hora, noticias de Gaza y más'. Me tuve que tomar un par de naproxenos. Y aún tengo el regusto amargo en la lengua.

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