En la España en blanco y negro de los años cuarenta, entre hambrunas y miserias, emergió un niño prodigio mallorquín llamado Arturo Pomar. A los cinco años empezó a jugar al ajedrez y a los doce fascinó con su primera gesta mundial: empató en Gijón con el campeón del mundo Alexander Alekhine, un genio ruso-francés torturado por el alcohol y sus demonios. Fue la prueba definitiva de que había nacido un portento de las 64 casillas. Instrumentalizado por el régimen franquista, Arturito ocupó amplios espacios en el Nodo, el noticiero propagandístico. Se convirtió, de sopetón, en un icono deportivo patrio que encarnaba, pese a su corta edad, la esencia de la furia ibérica. Intelectual, en su caso. En 1946, Franco lo recibió en el palacio de El Pardo y en la única foto del encuentro el caudillo posa encantado, con una amplia sonrisa rara en él, y cogiendo por el hombro a la emergente figura palmesana.
Pero la política es ruín y a Arturito nunca le dejaron ser jugador profesional, dar el salto final a la élite mundial, con la que podía codearse. Tuvo que trabajar de cartero en el municipio madrileño de Ciempozuelos para ganarse la vida, a pesar de que podría haber deslumbrado en los interzonales y campeonatos internacionales de ajedrez de los años cincuenta y sesenta. En 1962, en Estocolmo, se enfrentó al mayor genio del siglo XX: Bobby Fischer. La España de Franco contra los EEUU de Kennedy. Agrandando su leyenda, Arturito firmó tablas con él. Aunque Fischer se vengó: «Pobre cartero español, con lo bien que juegas y tendrás que volver a poner sellos cuando termine el torneo».