Francia lleva días ardiendo con la fuerza de un sustrato bien alimentado de racismo y clasismo que ningún país desarrollado ha logrado superar aún. Nosotros tampoco. El tema es aplicable a demasiadas cosas todavía, porque a pesar del progreso generalizado en todos los ámbitos, persiste en nuestra mente colectiva ese rechazo al que es diferente, bien por origen, cultura, religión, raza, orientación sexual, salud mental o física, la forma de su cuerpo o casi cualquier excusa. Al ser humano le gusta la homogeneidad y todos los dictadores de la historia han querido imponerla a golpe de corneta. Lo han conseguido solamente a base de cercenar derechos, inclinaciones y libertades, encerrando en diversos armarios –en cárceles o en tumbas, directamente– a millones de personas. Hoy Francia es una sociedad diversa, conformada por un puzzle de ciudadanos de origen europeo y religión católica, pero también africanos, caribeños, del Pacífico, vietnamitas y norteafricanos, de todos los rincones del planeta donde alcanzó la colonización en siglos pasados. De cara a la galería el respeto está consagrado en las leyes, pero en su fuero interno millones de galos recelan al mirar a su vecino de nombre árabe y religión musulmana. Toleran que les venda la fruta o les arregle el coche, pero no desearían que se casara con su hija. Lo mismo nos ocurre a nosotros, aunque nos llenemos la boca de palabrería empática y solidaria. Somos racistas, todavía, y clasistas, mucho. También gordófobos, homófobos y tránsfobos, basta escuchar según qué comentarios al paso de la manifestación delOrgullo. Es relativamente fácil ampliar derechos sobre el papel, lo difícil es cambiar mentalidades arcaicas, arraigadísimas en los cerebros de millones de personas.
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