A veces hay noticias que cuando uno las lee se agria hasta la leche del café, eso después de que los músculos faciales, de motu proprio, te hayan dejado la cara de un alelado. Me refiero al reciente convenio firmado entre el Gobierno de España y la Santa Sede, donde se recoge la obligación de que la Iglesia pague dos impuestos, entre ellos el que deviene de las construcciones, instalaciones y obras, lo que supondrá aproximadamente el 5 % del total de lo que tendrían que pagar.
Tras la firma, el ministro Bolaños, sin caber en sí de gozo, daba así por terminado los beneficios fiscales de la Iglesia católica, mientras que los obispos, a los que hay que reconocer el tremendo esfuerzo que les supuso, declaraban sin descojonarse que ya no tenían privilegios. Nada que decir de los 122 millones en alquileres e inversiones que torean el pago de impuestos, los 320 millones del ala que recibieron el año pasado a cuenta de la casilla X o los 3.600 millones que nos costó el Concordato. Amén de las expropiaciones de innumerables inmuebles por el puro morro.
Es una prueba más de que la tan cacareada Transición fue más bien una Transmutación o, como bien la llamaba Umbral, una Santa Transición; un truco de prestidigitación donde nos dieron las libertades civiles y se quedaron con las políticas. En el país más descatolizado de Europa seguimos aguantando no sólo los privilegios económicos de la Iglesia, sino un peso institucional que no se corresponde con su cada vez menos abultada feligresía.